«En la era de Tinder, reivindico la seducción analógica»

Sergi Bellver, autor de Blanco móvil

Blanco móvil (Aguilar), de Sergi Bellver, está escrito en el Delta del Ebro y corregido en ruta por Sicilia. Como ven, una obra tan nómada como su autor. Un libro que se mueve entre la crónica, el ensayo, lo biográfico y el viaje. Bellver narra en primera persona su apuesta radical por un sueño. Durante sus diez años de vida errante, Sergi Bellver ha viajado ligero de equipaje. Tan sólo con una pequeña maleta y ropa, únicamente, la justa. Un cuaderno y un portátil han sido sus acompañantes. Estos diez años sin casa son sólo un pretexto, una gran anécdota, y la vida nómada un medio para perseguir un fin mucho más importante: su libertad personal y creativa.

Cada persona puede encontrar su fortaleza en una forma distinta de fe, pero Bellver tiene claros ciertos principios inamovibles: «Soy el único responsable de mis actos, me niego a malgastar mi tiempo de vida y no debo dejar de sentirme agradecido porque, a pesar de mis circunstancias, soy afortunado, pues tengo una vocación que da rumbo y sentido a mis días, unos cuantos lectores, cierta salud y, sobre todo, un puñado de buenos amigos».

Según dice la editorial en la presentación de Blanco móvil, es una crónica de alguien que persigue sus sueños. Por cierto, ¿se duerme mejor con la conciencia tranquila?

Se vive más y mejor con la conciencia despierta. En cierto sentido, creo haber pasado demasiados años de mi vida dormido, primero peleado contra la pesadilla de una adolescencia infeliz y luego anestesiado por una rutina material más o menos conformista, así que, para mí, cuando con treinta y tantos años empecé a dedicarme a la literatura, desperté a una existencia a veces complicada pero siempre verdadera. Supongo que mi década de vida nómada no es más que la consecuencia natural de ese proceso, cada vez más consciente de todo lo que vale la pena dejar atrás para seguir adelante, despierto y concentrado hasta la médula en mi camino. Mi editora aceptó enseguida un título tan literario como Blanco móvil, una doble metáfora que desarrollo en el último capítulo del libro, y a cambio me propuso un lema o subtítulo más explícito, en el que desde luego debían figurar las palabras ‘crónica’ y ‘nómada’. Con el término ‘sueño’ tuve más dudas porque, igual que ‘felicidad’ o ‘éxito’, es una idea algo resbaladiza de la que llevamos tanto tiempo abusando que a veces parece haber perdido su significado, como si ya no reflejara mucho más que la volubilidad y el narcisismo de un capricho. Llamémosle deseo, meta o vocación, en mi caso es un sueño lúcido y muy concreto, pues con todo lo que hago desde hace algo más de una década, nomadismo incluido, persigo dedicarme por completo a la literatura.

¿Puede ser Blanco móvil una novela de construcción? Es decir, de cómo se construye una persona a través de unas peripecias, errores, frustraciones. ¿De cómo se va construyendo un alma, en definitiva?

Quizá pueda leerse como una Bildungsroman por lo que tiene de testimonio en primera persona, sobre todo porque añado algunos episodios de mi pasado para explicar este empeño en dedicarme a la vocación literaria a toda costa. Pero lo cierto es que, como señalo al principio del libro, dos de mis premisas esenciales al escribirlo fueron no contarlo todo y no inventarme nada, de modo que sí, cualquier lector atento y sensible se dará cuenta de esa construcción interior. De hecho, un par de amistades que también se dedican a las letras me han dicho ya que alguno de los párrafos más potentes y autobiográficos de Blanco móvil darían de sobra para tirar del hilo y escribir una novela de autoficción, un género de moda que ha producido grandes obras literarias, pero también mucha morralla oportunista que, desde una existencia a veces privilegiada y anodina, exhibe casi hasta lo pornográfico cómo el autor se ahoga en un vaso de agua, así que prefiero dedicarle mi pulsión de narrador a crear otras historias, sean novelas, cuentos o guiones, por mucho material sensible y experiencia propia que uno vierta y destile en ellas.

¿Cree que vamos hacia una sociedad que está perdiendo las claves de vida más básicas? ¿Estamos encanallando cada vez más la vida? Usted decidió no tragar más…

No, desde luego. Aunque sea nuestro instinto más básico y animal, la vida humana no puede quedarse en la mera supervivencia. O al menos no para mí, que tengo cierto sentido trascendente de nuestra existencia, más allá de credos o religiones y desde mucho antes de dedicarme a la creación literaria. Supongo que es justo por la pérdida general de esa visión más amplia y profunda de la vida por lo que cada vez nos cuesta menos banalizarla y ensuciarla, ponerle precio a todo y correr a codazos para llegar antes que el prójimo a cualquier parte. Y no me refiero a que hayamos jubilado a ningún dios o hayamos dejado de creer en cielos e infiernos, sino que defiendo una visión humanista que va más allá de los apetitos voraces del individuo, de la sociedad y del sistema, pues no renuncia a nuestra dimensión espiritual. Y para no enterrar el espíritu en toda esa mugre materialista, hay que sacudírsela de encima. A veces pueden servir pequeñas dosis de belleza para seguir adelante. Pero en ocasiones no basta con limpiar de vez en cuando la casa y hace falta lanzarse a los caminos. Ése es mi viaje desde hace ya unos cuantos años.

Con su forma de vida, ¿contra qué combate usted?

Aunque intento zafarme de las etiquetas, los prejuicios y las miserias de los demás, y más allá de mi aversión por la injusticia, el cinismo y la codicia que parecen dominar nuestro tiempo, la única lucha que uno puede y debe sostener a diario es contra lo peor de su propia naturaleza, así que, poco a poco, intento ser una mejor versión de mí mismo. No siempre lo consigo, la verdad, pero creo que voy por buen camino.

La única lucha que uno debe sostener a diario es contra lo peor de su propia naturaleza

¿Lo peor es la decadencia?

Como las cuatro estaciones del año ―al menos mientras el cambio climático no acabe por reducirlas a la mitad―, la decadencia es inevitable. Nos llega a todos, como individuos caducos y mortales que somos, y también de forma colectiva. Sin embargo, antes de extinguirse, las grandes civilizaciones como Roma, Bizancio, Al-Ándalus y muchas otras tuvieron un penúltimo momento de esplendor del que todavía podemos percibir el rastro. Lo triste es que nuestra ¿civilización occidental? lleva demasiado tiempo decayendo, sin más brillo posible para la mayoría que aspirar a una economía boyante o al supuesto progreso, pero no estoy muy seguro de las huellas que puedan quedar de ella para los humanos del futuro, aparte de millones de smartphones usados y un archivo casi infinito de memes en algún servidor que resista al fin del mundo en cualquier búnker del Ártico. Peor que la decadencia, para mí, incluso más peligrosa que la hipocresía o el materialismo, es la inacción. Por cobardía, estupidez, apatía o cualquier otro motivo, pero no puede haber mayor delito que ver tan cerca la caída y no hacer nada a tiempo.

A pesar de todo, si de algo carece este libro es de victimismo o fatalismo…

No soy uno de esos tontos a los que consuela el mal de muchos, pero sí trato de observar siempre lo que me rodea para ganar perspectiva, ponerme en los zapatos de los demás y relativizar mis problemas y circunstancias. Además, salvo por el detonante inicial -la concatenación de una crisis económica global, un desastre laboral y una doble ruptura emocional-, llevo la vida que he elegido, pago sus peajes y asumo las consecuencias. Me rebelo contra cualquier destino dictado por otros y contra las inercias que nos imponen, una realidad que a menudo aceptamos sin cuestionar los motivos porque claudicar es a veces más cómodo que defender tu visión de las cosas. Me niego a ser un figurante más en esa tragicomedia y, equivocado o no, prefiero escribir el guión de mi propia película. Aparte, me irritan esos escritores privilegiados que, por figurar en la procesión ideológica del momento, se flagelan como nazarenos o se echan encima el dolor del mundo entero, como el fariseo que da limosna sólo cuando está seguro de que le mira toda la parroquia, y no por ayudar a ningún necesitado. Así que, como rechazo el hábito de víctima y el púlpito del sermón, en Blanco móvil no hay drama, morbo ni moraleja, sólo fragmentos de una vida y anotaciones de una mirada, a media voz, por si le sirven a alguien en su viaje. 

¿Al otro lado de la escritura qué hay?

Tantas incógnitas y posibilidades como maneras de ver y decir el mundo. Y, si uno tiene suerte, una vez publicas esa escritura, lectores atentos y sin prejuicios, porque si ese círculo no se cierra y tu libro no llega a otras manos y miradas, la literatura en realidad no sucede. Habrá quien escriba para uno mismo y al margen del prójimo, pero creo que el arte es, sobre todo, una forma de lenguaje con el que se trasciende a algo mucho más grande, valioso e interesante que tu propio ombligo.

Su bien más preciado es el tiempo. Leí a Remedios Zafra que, en una época que desestima el pensamiento lento, las personas son más manipulables: «Vivimos a golpe de click, todo se desecha rápidamente, todo caduca, no valoramos el esperar a la época de los melocotones para saborearlos o que una historia de amor crezca». ¿Coincide con esta opinión?

Desde luego. Incluso en ese último caso: en la era de algo tan zafio como Tinder, ese catálogo apresurado de carne digital, reivindico la lentitud de la seducción analógica, el gesto sin prisa y la palabra o el silencio que, poco a poco, llevan a la complicidad o a la admiración. Remedios Zafra hablaba en su ensayo El entusiasmo de la precariedad en los oficios de la cultura y, sobre todo, de cómo puede uno llegar a derrochar y pervertir su vocación con tal de no perder la silla en la prensa cultural, el sector editorial y el ecosistema literario, pero eso es jugar a favor de un sistema viciado, enfermo de velocidad, ruido y novedad a toda costa. En ese sentido, no se diferencia demasiado de cualquier otra actividad mercantil, salvo por la pátina más o menos ilustrada, pero la literatura suele estar en otra parte y tiende a caminar a paso lento y sin armar jaleo. Mientras la prensa, los editores y los autores aspirantes a cortesanos se desviven por atender a Planetas, Nadales y demás fanfarrias, hay artistas trabajando fuera de los focos en los libros que sobrevivirán a toda esa pantomima. De modo que, para no sacrificar ni agotar en balde tu vocación literaria, si es que de verdad quieres y necesitas apostar fuerte por ella, a veces hay que apartarse y sobrevivir en la periferia del sistema. O colar de vez en cuando y por la puerta de atrás un pequeño caballo de Troya, que es como me gusta ver también mi breve crónica de una década de nomadismo y escritura, un ensayo muy personal y en un sello comercial de una enorme multinacional, pero en cuyas páginas, de paso, se sugiere la lectura de autores como Calvino, Camus, Woolf, Sexton, Pound, Pasolini, Maillard, Martín-Santos, Steinbeck y muchas otras voces de veras literarias.

Le leí que estos diez años sin casa son sólo el pretexto y la vida nómada un medio para perseguir un fin mucho más importante: su libertad. ¿Malos tiempos para las utopías?

Al hilo de la pregunta anterior, los dos bienes que persigo en mi nomadismo son el tiempo y el espacio necesarios para ejercer esa libertad. Pero muy en particular la libertad creativa, al margen de modas, mercados y otros peajes vitales que, más allá de la austeridad, la incertidumbre y la soledad, no estoy dispuesto a pagar en mi escritura. En otras palabras, si no fuera escritor y si no pretendiera hacer literatura, jamás hubiera llevado este tipo de vida, y mucho menos durante diez años. Ojalá mis próximas novelas y demás ficciones tengan muchos lectores en el futuro, pues eso me permitiría obtener más tiempo y un espacio para seguir escribiendo con menos apuros y más calma, pero ni entonces, ni ahora, ni nunca cambiaría una sola coma por agradar o complacer al mercado. Pueden llamarme loco o iluso, pero tender hacia la utopía siempre me parecerá mejor plan que amoldarse a esta distopía tan cutre en la que ya vivimos desde hace tiempo.

¿Y frente a lo que no nos gusta, qué actitud deberíamos adoptar?

Depende. Ni tragar con todo ni patalear y protestar por cualquier minucia, desde luego. O sea, ni bendecir el sistema y comulgar con ruedas de molino, ni ofenderse a cada rato por tener que convivir con personas que no siguen nuestros dogmas identitarios o moralistas. Una cosa es rebelarse contra ciertas injusticias e inercias y otra, muy distinta, no saber moverse en terrenos adversos hasta que surjan o podamos propiciar condiciones más favorables a un cambio. Otras veces, sin más, hay que tener un poco de mano izquierda, esperar, no dañar sin más al prójimo y, siempre, siempre, aprender del proceso. La vida no es un camino fácil y es natural que haya ciertas curvas y otros arrieritos que preferiríamos no encontrarnos, pero no va a dejar uno de andar por ello.

¿Qué intenta recordar cada día?

Que soy el único responsable de mis actos, que me niego a malgastar mi tiempo de vida y que no debo dejar de sentirme agradecido porque, a pesar de mis circunstancias, soy afortunado, pues tengo una vocación que da rumbo y sentido a mis días, unos cuantos lectores, cierta salud -al menos de momento- y, sobre todo, un puñado de buenos amigos.

¿Qué nos hace fuertes, qué nos salva?

Cada persona puede encontrar su fortaleza en una forma distinta de fe. Fe en sí misma, en la familia, en su dios o en cualquier otra mano que le sostenga cuando flaquee. Como no puedo hablar por los demás, añadiré que a mí, lo que me ha salvado más de una vez, ha sido la fe en la belleza, en todas sus formas.

Blanco móvil tiene algún apartado sobre la Belleza. ¿Cree que belleza y verdad, silenciosamente, siempre están presentes y siempre se manifiestan? 

La belleza no puede estar sólo en la mirada del observador, por mucho que repitamos ese mantra hasta vaciarlo de sentido. Para mí, equivocado o no, la belleza es sobre todo una manifestación de cierta verdad, por muy fragmentaria y fugaz que sea. No una verdad absoluta y universal, pues vivimos en una vastedad inconcebible en la que hasta nuestras leyes de la física se tambalean a cada nuevo descubrimiento, reflejo de lo inabarcable e indescifrable de la realidad. Y está bien que así sea, pues una verdad unívoca nos llevaría a la pureza y la noción de pureza conduce tarde o temprano a la barbarie. A veces la belleza está ahí mismo y nos pasa desapercibida. Otras, insistimos en buscarla en cualquier estercolero por puro esnobismo o ganas de epatar. Pero la belleza está al mismo tiempo en la mirada del observador y en el sujeto o el objeto observado, igual que la luz se refleja y se descompone en uno u otro color por un fenómeno que es, a la vez, físico y mental. ¿Vemos a la abeja negra y amarilla porque es el espectro que manejamos y nuestro cerebro la interpreta así, o en realidad es negra y amarilla? ¿Acaso importa demasiado? La explicación científica será una a día de hoy, pero en nuestra percepción de la belleza de esa abeja juegan muchos otros factores, y pretender pasarlo todo por el cedazo de la verdad absoluta, francamente, nos estropea la maravilla. Otros, según su punto de vista y su nivel de curiosidad, verán en la abeja una amenaza de picadura, una posibilidad de miel o una garantía de polinización. Quizá la tarea del artista sea, sin más, mirarlo todo de una forma distinta para captar su esencia por otras vías. Como Goethe, por ejemplo, que era capaz de observar una flor como científico sin dejar de ser poeta y viceversa.

La creación artística, el arte, tiene que conmover, estamos de acuerdo. No puede ser sólo entretenimiento, ¿cree que tienen que haber unos motivos profundos espirituales para que el arte, la creación, tenga un valor? 

Me inspira y me emociona más el arte que va más allá de la pirueta intelectual, no lo niego, y hace tiempo que detecto pronto si una novela o una película tiene alma o no, pero creo que se corre el peligro de sermonear y moralizar si le otorgamos una misión al arte. Sobre todo porque, como forma de expresión de la condición humana, desde los primeros ancestros que abocetaron bisontes en las cavernas hasta el ilustrador digital que trabaja hoy mismo con su tableta gráfica, ha servido para mil cosas distintas. Ni siquiera el artista se acomoda en ningún traje de faena, ni crea sus obras por los mismos motivos. Tomemos, por ejemplo, a tres grandes escritores nacidos en la misma lengua y en épocas cercanas, tres autores franceses: Céline, Camus y Bobin. ¿Puede haber tres literaturas más distintas y, sobre todo, tres personajes más diferentes entre sí? Y, sin embargo, un ser tan despreciable en muchos aspectos como Céline escribió algunas de las mejores páginas de la novelística contemporánea, Camus fue un humanista íntegro e integral que es además un referente ético para mí, y Bobin se dedicó a perseguir la belleza de las cosas pequeñas. ¿Es alguno de ellos más artista que otro? No para mí, por muy cercano que me sienta a Camus o a Bobin, y por mucho rechazo que me provoque Céline, pero los tres hicieron lo único que ya le pido a estas alturas del siglo XXI a un escritor, ese mirarlo todo de una forma distinta y, con ello, aportar sus piezas al rompecabezas humano.

También dice que ojalá este libro inspire a otras personas a encontrar su camino. ¿Qué le dicen sus lectores?

Blanco móvil salió el 30 de marzo y quizá sea pronto para hablar de la respuesta de los lectores en general, pero sí he recibido ya algunos mensajes en las redes sociales o varios comentarios en privado que, de momento, me confirman que he tenido éxito en esa humilde aspiración. No porque nadie se haya aventurado también con la vida nómada radical -no lo recomiendo, la verdad-, sino por algunas personas que, según me dicen, han empezado a perderle el miedo a dar ciertos pasos y ya piensan en cómo volcarse en lo que desean hacer en realidad con sus vidas.

¿Qué experiencias han sido más intensas?

Como persona, aprender a hacerme más fuerte en absoluta soledad y con las manos vacías. En alguna que otra cabaña en el bosque, por ejemplo, en paisajes como la costa gallega o la dehesa salmantina. Como narrador, ampliar el campo de batalla de mi mirada mucho más allá del ego ensimismado del artista. En Budapest, por ejemplo, donde viví tres meses, empecé dos de mis libros -el de viajes y la novela- y cobré conciencia de haberme convertido de veras en escritor, porque uno se pone a escribir antes o después y un buen día, con suerte, publica su primer libro pero, según lo veo, esa convicción de no ser otra cosa sólo llega cuando se entrega de lleno a su vocación. A veces, ambas facetas se han acompasado en la misma experiencia, como cuando pasé los cuatro primeros meses del confinamiento más duro de la pandemia en la medina de Marrakech, en pleno Ramadán y con la única pero feliz compañía de cuatro gatos, más callejeros que domésticos, y, a pesar de la incertidumbre y el aislamiento, descubrí que aún tengo mucho que decir, que puedo tocar con ello ciertos resortes en los demás y que estoy decidido a hacerlo durante el tiempo que me quede.

Mientras la prensa, los editores y los autores se desviven por atender fanfarrias, hay artistas trabajando fuera de los focos en los libros que sobrevivirán a toda esa pantomima

¿De qué tiene la suerte?

Además de esa determinación para insistir en la escritura -no sé si soy un loco o un valiente, pero el camino es el mismo-, cierta protección del dios de los nómadas, el afecto de los buenos amigos y un talento natural para decir que no -parecerá una tontería, pero un ‘no’ a tiempo te salva de muchos problemas-, creo reconocer la belleza cuando me la encuentro, lo cual me ayuda a concentrar mejor mis energías en proyectos que de verdad valgan la pena y sean genuinos.

¿De qué no se olvida?

De que el modo de hacer camino es tan o más importante que la meta, del por qué recorro el mío y de las personas que fueron amables conmigo sin dobleces. De distinguir lo esencial de lo superfluo. De haber mirado a la muerte a los ojos y preferir la vida, no sólo la supervivencia de la que hemos hablado antes, sino una vida verdadera y plena, aunque no siempre lo consiga y a veces deba masticar el desencanto hasta escupirlo y volver a la carga. De que la belleza salva. De algunos momentos de mi vida en los que tuve el infinito y la maravilla en mis manos, y de que cada uno de ellos justifica y compensa el haber venido a este mundo. De que no voy a poder con todo, porque el tiempo se acaba y hay cosas que no dependen sólo de mí, pero no será por esfuerzo ni ganas. De que el amor en todas sus formas es y será siempre lo más grande en nuestra experiencia del mundo. De aprender de quien sepa más que yo y de ignorar a los necios. De admirar a quien de veras lo merezca y de dar siempre las gracias a quien deba.

¿Cuánta inocencia dejó en el camino?

La inocencia infantil que otros arrastran de por vida la dejé hace demasiados años entre la casa del padre y el mundo de los adultos en Barcelona. Pero, aunque estoy en esencia de acuerdo con mi querido Leonard Cohen cuando escribió en alguna parte que “no hay que ser pesimista ni tener esperanza”, concuerdo aún más con otra célebre cita suya, y mantengo mi fe en la belleza, en el amor y en cierto sentido de la existencia hasta en los peores momentos, pues “hay una grieta en todo”, me temo, pero justo “así es como entra la luz”.

Si consigue dejar esta vida nómada y volver a ser un vampiro sedentario, si se pierde, ¿dónde vamos a buscarlo?

El día que por fin tenga mi propia ‘cabaña en el bosque’ no se lo pondré fácil a la gente para encontrarme e interrumpirme, la verdad, porque lo más seguro es que ande enfrascado con mi siguiente libro y quiera conservar ese mismo tiempo y silencio que ahora persigo de aquí para allá, pero mis amigos y otros nómadas de ley tendrán siempre refugio en mi casa.

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