Una perla en la lengua

el buscador de perlas

Resulta que El Retiro protege entre sus muchas y variadas hectáreas de claroscuros una vida interior que para sí quisieran, en estado de sobriedad no forzada, los que opinan que la vida hay que vivirla. En cuanto sale uno de los caminos marcados lo entiende enseguida, también en este parque. No hace mucho, encontré por accidente un lazo rojo atado a la rama baja -sospechosamente baja- de una conífera por determinar, cerca del rincón de la estatua de Venus. No fue lo más subversivo de las últimas visitas. En El Retiro muchos han encontrado la opulenta compañía de la fauna adiestrada a la presencia del invasor y otros tantos completan sus medianas experiencias de cercanía intraespecífica. Respecto a experiencias simbólicas, un laberinto al que se entra con la edad, la imaginación está recluida a los espacios urbanos. En mitad de una primavera agonizante, el Palacio de Velázquez abrigaba una exposición de Néstor Sanmiguel Diest. Casi siempre uno entra por entrar, por darse el gusto de ampliar la categoría del pulmón verde de la ciudad. Observa, se detiene, se abstrae. Sanmiguel Diest tiene una obra curiosa, El descenso del buscador de perlas (1999), que ocupa toda una pared. Son pensamientos de toda una vida, confusos, cruzados por líneas negras que los detienen igual que las cuerdas de los tendederos cuando soñamos que nos precipitamos al suelo por la ventana que da al patio interior.

Algo me tomó de la muñeca mirando al buscador de perlas, que era yo. Nunca he visto una perla real en vida, probablemente porque no he viajado lo suficiente. Pero sí he buceado, persiguiéndolas. Con más o menos luz, todo lo cerca que a uno le dejan estar, si ese día -aunque también ocurre de noche- la pericia y la paciencia llegan a entendimiento y las manos dan con la corriente, a unos centímetros de la vaguada del ombligo y entre lo que acertaríamos a definir como los acantilados de esos valles verticales en los que empiezan las piernas, puede hallarse y se halla una única perla no esférica, en forma de gota; convenientemente escondida fuera de maniobras simples, sutil como una caprichosa pero feroz manifestación de la evolución. Estas perlas, como las otras, también responden a estímulos, y una vez descubiertas pueden entrar fácil en combustión, generando un salar picante que rodea la lengua y compacta en ella la pulsión de su milimétrico núcleo interior. Encontrar una de estas perlas, en la intimidad, equivale a descubrir cada vez un brevísimo lugar en el que bucear da resultado, aunque al buscador, desprovisto de barbarie y anunciada la virtud de su oportunidad, nunca se le presenta la ocasión de coleccionarla fuera de su ámbito. Por eso, una vez que uno da con estos antojos de la feminidad, y haya aprendido a conectar los sentidos a su reacción -especialmente importante es el oído-, adquiere una particular importancia la instrucción de colmar la sed en aguas tibias, saladas y fundentes. Como, seguramente, sean también las oceánicas.

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