He llegado tarde a Aftersun, de Charlotte Wells, película estrenada en España hace meses con un respetable paso por taquilla dadas las circunstancias (medio millón de euros de recaudación con una exhibición muy moderada), pero he llegado a tiempo. Se quedaron cortos quienes la encumbraron con voces amables y pueden apuntarse un tanto aquellos que me la recomendaron expresamente, que no fueron pocos. Aftersun filma los recuerdos a medio consolidar de una mujer que idealiza, como en un pasatiempo macabro de verano, parte de la vida que no pudo vivir de niña con su padre separado, partiendo de las desventuras de sus últimas vacaciones juntos al albor de una adolescencia especial, fragmentada.
En Aftersun, la relación entre padre e hija es notablemente disfuncional y aun así, está expresada en términos muy concretos. El incipiente despertar romántico y sexual de la niña siempre aflora al margen de la atención de su padre, visiblemente cansado y deteriorado aunque volcado en el cariño y atención de su hija. No es casualidad que estas fallas en el sistema de madurez la protagonista las complemente con acercamientos espontáneos a otros niños y adolescentes, que son quienes descifran esas necesidades, aunque siempre sin colmarlas. La revelación final de la película, que por deferencia no detallaré, constituye una de las más bellas aunque tristes reivindicaciones culturales modernas de la figura del padre en el crecimiento y educación de los hijos. Y especialmente de las hijas.
Quizá lo verdaderamente antisistema de Aftersun, esa gran joya indie, no sea la maestría con la que desenvuelve la desoladora naturaleza del niño criado entre dos ambientes, sino la forma en que plantea un debate que solemos abordar del revés. Tanto nos empeñamos en resolver la cuestión de la educación del menor, flagrantemente politizada al margen de los numerosos estudios científicos sobre familia, guardia, protección y desarrollo de capacidades, que solemos abandonar vilmente la perspectiva espejo. La niña se ha perdido la mitad de la vida de su padre, claro: pero éste también se ha perdido la mitad de la vida de su hija.
En un idioma que los separados y divorciados del mundo hablan con la mirada, se infunde enseguida esa zozobra vital respecto a todas las horas no consumidas y, lo que es peor, la alta presión con la que se abordan las disponibles. Esa tensión antinatural con la que algunos padres -y vamos a decir algunas madres, también- afrontan el crecimiento de su legado en el mundo calculando cada movimiento como si en vez de un niño manipularan un arma de destrucción masiva, idea desarrollada anteriormente en este texto.
En el reino animal, padre y madre suelen tutelar al hijo hasta que aprende a resolverse por sí sólo, aplicando en proporciones variables la vara y la caricia siempre al amparo del interés puramente biológico en su viabilidad. Por lo que sea, los humanos intentamos racionalizar esa virtud, la de la paternidad, aplicando fórmulas y soluciones dadas -y no siempre validadas- con el desarrollismo que poco o nada tienen que ver con ese inquebrantable ímpetu natural al que nos empeñamos, además, en inyectar el afecto. En Aftersun, padre e hija se sueltan la mano antes de tiempo. Él se despeña, fracasado; ella lamenta, escudándose en la imaginación, la oportunidad perdida de haberle vivido. Como película, corteja una nota alta; como extracto de un tratado generacional sobre ira, desafecto y tristeza, es sencillamente brillante.