Ramos, Isco y Lope de Aguirre

isco mundial 2018

Sochi pertenece a esa parte de Rusia de reciente rusificación. Apenas cuenta con siglo y medio de unión con el país. Es de esas zonas salvajes y lujuriosas por donde transcurren los cuentos de Chéjov y de Lérmontov, esas historias absurdas y excesivas y por tanto, verosímiles, de oficiales alcoholizados despilfarrando fortunas en los casinos y amores despiadados al filo de la navaja con exóticas bellezas abjasias o turcomanas. Quizá así se explique el rapto de locura de Rubiales, por la influencia meridional. Al fin y al cabo, Krasnodar no está tan lejos y comparte esa identidad fronteriza y soleada, tan cálida y tan al borde de la putrefacción física y moral, que es común a esas riberas del Mar Negro.

En Sochi se jugó el Portugal 3 España 3, uno de los mejores partidos de la historia moderna de los Mundiales. Se jugó en un estadio que parecía sacado de la Copa Konami, del PRO. Cinco minutos antes de empezar, Carreño, desde el set de Telecinco, le había mandado «un abrazo» a Lopetegui. Se conoce que todo se pega y lo del abrazo del oso, tan ruso, acabó calando en los subconscientes de nuestros líderes de opinión. Sochi acabó siendo el lugar de recreo y vacación de Stalin. Se conservan sus dachas, bunkerizadas, y sus nidos de halcones en los riscos abjasios, hitlerianos, tal y como el Padrecito las dejó hace ya casi 70 años. Al fin y al cabo, Stalin era georgiano. Es decir, sureño. El estilo estalinista de mandar era muy Rubiales. Mucha testosterona y camarillas decidiendo cosas por la noche, con profusión de bebidas y euforia masculina. Las noches son malas consejeras. En una noche abjasia, meridional, sureña, poco rusificada, un grupo, aún se desconocen los nombres pero es fácil intuirlos, convencieron al nuevo presidente de la Federación de que a Florentino Pérez había que ponerle los cojones encima de la mesa. En el césped de Sochi se empezó a atisbar algo de lo que puede traer consigo tal decisión testicular.

El estilo estalinista de mandar era muy Rubiales: mucha testosterona y camarillas decidiendo cosas por la noche

España empezó y acabó muy mal, dominada por Portugal. Entre medias, España jugó mejor y por momentos prometió imponer su superior calidad, tanto individual como colectiva. No lo consiguió porque la dirección de campo de Fernando Hierro recordó sus tiempos como entrenador del Oviedo, cuando los partidos se decidían por sencillos detalles. Tres goles a cero, por ejemplo. Pero al fin y al cabo, Hierro pasaba por ahí cuando los pretorianos auparon al poder al Heliogábalo Rubiales. De forma literal.

El partido empezó con un penalti en el que picó Nacho como si Nacho no jugase en el Madrid ni entrenase con Cristiano en el Madrid todos los días. Comenzó la cosa como casi siempre con la Selección: los madridistas aparentando ser peores de lo que son en realidad, gelatinosos y dubitativos, con la media España cañí espumarrajeando contra lo blanco. Hasta Ramos tenía cara, en el himno, de circunstancias. De póker. Tardaría en aparecer el tiburón de Lisboa, Milán, Cardiff o Kiev, pero cuando lo hizo ver a Piqué como un alevín ennerviado. Ramos está a un nivel en el que aquella coña de 2014 (cuando empezó su leyenda) con el Balón de Oro parece, por primera vez en su carrera, posible y probable. No hay nadie que influya tanto como él en los resultados, desde tan atrás, desde tan bajo. Es la representación moderna y carnal del condotiero renacentista. Un líder así sale una vez cada cincuenta años.

El penalti no fue ni para Camacho ni para el resto del equipo de Telecinco. Sin embargo Rocchi y el VAR dijeron que sí. Asistimos en este Mundial a la confrontación apocalíptica entre la verdad y lo que va a misa, que es, generalmente, lo que dice un español cabreado, golpeando la mesa con denuedo. Si ese español iracundo tiene un puesto en una tele o en una radio, esa verdad pasa por trabsustanciación de la misa a la Biblia. Lo cierto es que el VAR es anticlimático. Confunde tanto al analista como al espectador. Lo peor es que también al futbolista. El 1-1 de Costa fue el mejor ejemplo. Lo marcó y luego correteó como una gacela joven esperando a que la manada de leones se apiadase de su inocencia. No le auguro un buen futuro a esta aproximación tecnológica a la objetividad en el fútbol.

La verdad es que Diego Costa fue el electroshock para esta España cartilaginosa que alargaba las posesiones como la última hora de trabajo un viernes al mediodía. Lo fue por dos veces. El 2-1 fue otro Cristianazo al que contribuyó De Gea con una conmoción tipo Karius: se le escurrió la bola de las manos al filo del descanso, justo cuando todo hacía indicar que España ganaría el partido macerándolo como el atún de almadraba pensado para el tartar. La pifia dio pulmón a Portugal hasta el 2-2. Viéndolo con perspectiva, le salvó el partido.

El trabajo de Lopetegui en este equipo es manifiesto. El entrenador del Madrid se pasó los últimos dos años de su vida recuperando los restos de un naufragio generacional cuyo sello era puritito Del Bosque. El equipo que en Sochi compitió con piel de saurio y energía a la campeona de Europa era el fruto de su trabajo: la integración del mejor talento joven con los residuos aprovechables de la gran quinta de los campeones de Viena, Johannesburgo y Kiev. Esta circunstancia pasará desapercibida en España porque Florentino Pérez es el villano perfecto y Lopetegui una especie de marioneta. El relato ya está manufacturado. Lo envían desde Krasnodar.

España remontó en cinco minutos de trueno de la segunda parte. Nacho recuperó la apariencia de futbolista del Madrid. Es abrumadora la diferencia mostrada por los jugadores del Real y los demás. No sólo los españoles. Ronaldo jugó a una altura sideral, propia de su mayo de 2017, cuando destruyó al Bayern, al Atlético y a la Juventus mientras se comía de postre la Liga de España. Ni siquiera Piqué, uno que tiene un palmarés de ganador total, parecía a la altura de unos futbolistas que se conducen en lo grande como si estuvieran jugando en el parque con los amigos del pueblo. Es algo irreal. Isco redujo a Iniesta a un souvenir del pasado; su exhibición en la pausa, el deslizamiento en dos clics a lo largo de la musculosa medular portuguesa y su claqué en la esquina izquierda del área contraria ensalzaron un debut histórico: Del Bosque no lo llevó ni a Brasil 14 ni a Francia 16, y ninguno de los avezados popes del periodismo deportivo español le ha preguntado todavía por qué.

España no ganó un partido que tuvo a mano porque el arquitecto estaba en Valdebebas, desterrado de su propia obra

No obstante la cuestión, en la previa de este Mundial, era si este campeonato iba a ser por fin el de Messi, como si el mundo y la Historia tuviese una deuda con Messi, una deuda impostergable. Sin que nadie lo advirtiera Ronaldo preparó esta Copa del Mundo como su cita definitiva con la posteridad. Y eso es mucho para un futbolista que ha jugado seis de las últimas diez finales de la Copa de Europa, con dos equipos distintos. Y ganado cinco. La exhibición de Ronaldo adquiere mayor valor al evaluar el despliegue portugués, limitado a una lucha física por obstaculizar el mediocampismo español y una desaforada, y torpe, búsqueda del contragolpe. Ronaldo estaba fino, apolíneo y jupiterino: marcó un penalti que él mismo había provocado, forzó un error del portero rival y empató el partido con un gol que se me figuró un rayo lanzado por un dios rabioso contra la arbitrariedad chusca de la Federación española para con sus trabajadores.

Mijaíl Lermontov pasó a la historia sobre el héroe de nuestro tiempo, del suyo, pero también del nuestro aunque haga casi doscientos años de su publicación. La situó en torno a Sochi. En ella un oficial, por capricho y por joder, enamora a sabiendas de su cualidad innata de seducción a una joven aristócrata a la que pretendía un conocido de la milicia. Lo hace por querer hacerlo. Por demostrarse que puede. El Madrid con Lopetegui no fue tan despiadado: probó la satisfacción de una necesidad. Una anécdota que se convirtió en emergencia nacional por mano de una oligarquía periodística zafia y ruin que por milagro de nuestra época es masiva y cotizada; España no ganó un partido que tuvo en la mano porque el arquitecto estaba en Valdebebas, desterrado de su propia obra. En una tierra que no lleva ni dos siglos incorporada a la madre Rusia, que aún conserva esa genética libinidosa y oriental de lo arriesgado, todo lo que le pasó en el partido pareció un anticipo de lo que puede ocurirle a esta España de Ramos e Isco que recuerda a la aventura equinoccial de Lope de Aguirre: mi patria soy yo y lo desconocido.

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