Luis Rubiales es un tipo listo y ha ejecutado el golpe maestro a su credibilidad como nuevo dueño del fútbol español destituyendo a Julen Lopetegui como seleccionador nacional a las puertas de un Mundial. No cabe discusión: la causa única y predilecta ha sido la tradicional, el Real Madrid. Como confirmaba su lenguaje no verbal a cámara durante la comparecencia de anunciamiento, el problema ha sido única y exclusivamente con el club blanco y su solución al abismo impuesto por la salida de Zidane. Se podría haber comunicado mejor, claro: las opiniones sustentan el mundo, sobre todo las no profesionales. Rubiales, sucesor de Ángel María Villar en la RFEF, sufría la urgencia de marcar territorio pronto, antes de que lo alcanzaran retos trascendentes, y le ha sido servida prácticamente en bandeja, con el siempre ponderable apoyo de los medios de masas -y algunos satélites-, la oportunidad de hacerlo. Únicamente ha tenido que anteponer su propia carrera a la del interés compartido en que España avance en Rusia con la sobriedad y entereza que ha derrochado en los dos años. La estabilidad, un inabarcable lugar común del método paternalista, ha sido la tapadera de oficio. También han renacido algunos patriotas adulterados, que han aprovechado el tiro para hacer política. Bajo la costra de cobro personal late en cambio una estrategia, probablemente legítima, a través de la cual Rubiales sueña con perpetuarse ganándose enteramente el favor de los medios de comunicación, donde la censura al fichaje de Lopetegui por el Real Madrid ha sido unánime y no precisamente blanca. El antimadridismo parecía conjurado con la marcha de Zidane, pero hay necesidades más fuertes que el hambre y el odio está entre ellas.
No hace falta esperar a ver qué ocurre con España en Rusia para recuperar las antorchas de entre los aperos. Independientemente de la marcha deportiva, que en mayor o menor medida pueden adornar los recursos de la anécdota, la flor, una profecía autocumplida o la catástrofe, el asunto es enteramente la desmedida exhibición de poder a cargo de una persona que siempre lo ha ambicionado y que parece sería capaz de negociar cualquier cosa por mantenerlo. Cercano a los futbolistas desde el mismo día de su retirada e impulsor de lamentos orquestados entre los profesionales -valiéndose sin escrúpulos del fútbol base para inflar agravios, como cuando se apoyó en las ligas no profesionales para agitar una huelga teledirigida contra la cúpula del fútbol donde ahora toma él las uvas-, Rubiales promete quedar de presidente moderno y amigo, sobre todo si existe como es el caso un aparente enemigo común. La reacción caricaturesca del periodismo a la incorporación del Real Madrid es lo que habitualmente: el buffet acostumbrado de picaresca, imbecilidad y ante todo apología de la mediocridad al que se ha hecho la profesión. No ha habido que darle muchas más vueltas: si a Rubiales le hubiera temblado la mano, la cabeza en discusión habría sido la suya. Un problema mayor teniendo en cuenta lo que ha costado agitar los aires de cambio en un organismo viciado desde hace tres décadas que, a la vista está, no parece querer saber de la vanguardia. Los lobbies se han desvelado dejando escapar gritos ahogados de placer: han recuperado el control de las encuestas y vuelven a tener voto tras años de silencios cómplices en torno a pagadores perpetuados gracias a esa inacción. Hay quien preferiría atravesar campos de minas en lugar de campos de deudas, pero estos son los bueyes.