Luis Enrique y Pep Guardiola han metido a sus equipos en semifinales de la Champions, pero no al Celta y al Barcelona como parece a tenor de la sorprendente reacción de los nostálgicos, sino al Barcelona y al Bayern. Como si no tuviera bastante con su pasado madridista y el haber relevado en el cargo de entrenador al propio Guardiola, Luis Enrique además carga con tener al Barcelona más raquítico en personalidad que se recuerda desde el Antic de 2003 al borde del triplete, vivo en abril en las tres competiciones que disputaba (algo que logró también el Tata Martino, un entrenador que en navidades ya tenía la soga de las letras al cuello). El propio Luis Enrique llegó a sacar pie y medio del club y el proyecto según emisoras y redacciones tras el devaneo mediático con Leo Messi, contra el que evidentemente perdería cualquiera, y hablamos del primer partido de 2015 (Anoeta), tras el cual el complicado y heterodoxo Barcelona de todos ha ganado 23 de los 25 partidos que ha tenido. Crisis de identidad así para mí las quisiera yo.
El caso es que tras las cómodas eliminatorias frente al Manchester City de Pellegrini, que ha convertido a un equipo multimillonario en una comparsa de figuras aleatorias sin oficio, y al PSG de los caños, Luis Enrique ha plantado al Barcelona en semifinales de Champions por séptima vez en las últimas ocho temporadas. Con un club metido hasta el fondo en los despachos, un presidente en funciones imputado, un filial roto que se desangra en Segunda, dicen, porque está corrupto de niñatos, sin defensas coordinados a comienzos de temporada, un par de jugadores o tres con la mente en otro equipo y la prohibición de reforzar la plantilla en verano. Pero no sólo con eso: también con el peso que su pasado le delata pese a haberse trabajado luego una virtud antimadridista que efectivamente da mucho currículum, y lo que es peor aún, con haber superado en su primer año números de Guardiola durante toda su presencia en ese banquillo, que aunque son casi anecdóticos todavía (misterchipadas al uso), se silencian incomprensiblemente desde el mismo lado del conglomerado azulgrana.
Tras el esperado aunque no por ellos menos atractivo 6-1 del Bayern de Guardiola, quien presuntamente estaba contra las cuerdas por aplaudir a un médico que no aplaudió y echarle una bronca que no le echó, el barcelonismo no celebraba que los malabares en ocasiones suicidas de Luis Enrique estuvieran dando resultado, sino que Guardiola se reivindicaba, callaba bocas y todo eso. Guardiola, que entrena en Múnich. Así, al ir a buscarle la boca la prensa en las ruedas éste se avinagra como cuando sacaba la lengua a sus años de blanco, con socarronería de bajo seny y pintiparado punk, como corresponde a la causa balompédica que el Barcelona libra contra sí mismo en la circunferencia social. Además de aparentar -porque hay que rematar faena- ser un gran entrenador o un maravilloso carambolista, es borde. El mismo Tata Martino lo dijo en su día y pasó a ser un apestado del tirón: se debate más si no eres de la casa ni holandés. O mejor dicho, si no eres Guardiola o Cruyff.