A los éxitos del Real Madrid se le buscan excusas y a las derrotas, genealogía, cuando lo natural es que fuera al contrario. Pero si el cosmos madridista, o anti, estuviera sujeto a normativa, entonces no sería plenamente madridista: sería algo más llano, menos formal, un asunto vulgar, como líquido. La cosa es que el equipo viajó a Abu Dabi para pelear el Mundial de Clubes, fiesta heterogénea de la siempre decadente FIFA, y se volvió surcando confeti: atosigado por la crisis que le imponemos los cronistas, hizo lo único que ha demostrado saber y por lo que aún sigue vivo como tal, que es celebrar otro título. Para ello, tomó la vía rápida: autogestionarse a tiempo desempolvando del año 2017, ahora histórico (cinco trofeos por primera vez en año natural), la siempre erótica y exigente disciplina. Las semifinales ante Al Jazira dejaron sólo un vibrante manifiesto gris tecnófobo, esbozado antes por otros agentes del fútbol. El VAR sólo es imperfecto en la medida en que deja, todavía, demasiado espacio al componente arbitrario humano. Sin más. Pero si todas las injusticias y errores del mundo pudieran tamizarse con una cámara y un láser, el planeta sería un sitio triste y predecible, y nos aburriríamos de esperar sorpresas. El Madrid pudo golear pero ganó sólo al final con un tanto a placer de un Gareth Bale del que los preparados, por adaptación, han dejado de esperar lo que prometía. Según avanza al trote y algo en su cabeza salta, directo a las piernas para emprender el sprint, la sensación es que va a acabar desarmado en piezas amontonadas en un córner. El miedo fluye por los cauces habituales hasta la pena cuando se reconoce que a ratos decide más y mejor que bajo presión. Resultó suficiente.
La final recordó, al óleo, a la de 2014 que también ganó el Real Madrid. Pareciera que ha ocurrido lo peor del siglo XXI desde entonces, pero lo cierto es que flota en el aire viciado del planeta una sensación muy densa de que aún no hemos hecho famosos a suficientes idiotas. Gremio fue el rival de ciudadela, enfadado y ruin. Tuvo enfrente al Madrid más 2017 de los últimos cinco meses: alineado, generoso, extrañamente preciso. Hasta Luka Modric volvió a parecer ese futbolista por el que vale pagar un abono de temporada, después de pasar por el purgatorio de los pases de dos metros errados. Luego está lo de Cristiano Ronaldo, que ya no avasalla pero acompleja lo mismo o más. Coló un libre directo entre una barrera de luchadores y se fue a saltar con el banquillo, recién ganado el Balón de Oro. En febrero hace los 33. Con el trofeo en la mano y sonriente, dio a Zidane el tipo de abrazo que sólo das a alguien a quien realmente quieres. Es difícil no congeniar con aquellos que responden a la incertidumbre con desprecio frío en la mirada, cualidad mundana del ídolo y extraña en el fútbol de histeria actual. De vuelta a casa, afilando la tijera por si cupiera recortar diferencia en Liga con el Barcelona, el Madrid transita la confianza que dan los triunfos veraces. Su palmarés ha engordado hasta lo obsceno en los últimos veinte meses, durante los cuales ha cobrado curiosamente algunas de las críticas más placenteras que ha obtenido nunca. Que hablen de uno, aunque sea mal, si es a cambio del trono. No queda mucho por inventar -sí mucho por atribuirse, el fútbol vive de vendehúmos-, pero estos versos de mi adolescencia con Pablo García y Gravesen, agrupados bajo lema, son proféticos y sutiles: «Persigo lo imposible, describo la belleza con un verso, a menudo incorregible; loco por producir impredecible placer en sus cabezas / lo siento buscadores de certezas». Es todo lo que evoca Ramos cuando sonríe.