Cuando Pablo García fichó por el Real Madrid en junio de 2005, los periodistas que seguían la actualidad de su club de procedencia, Osasuna, elevaron a la categoría de información pública algo muy inquietante, por bilardista, que le había ayudado en su escalada a la cima. Siempre, al comienzo de cada partido pero especialmente contra los rivales manifiestamente superiores al navarro, Pablo García iba primero a la presión para cometer, si podía ser en los primeros dos minutos de encuentro, una falta dolorosa y disuasoria. La temporada previa a su llegada al Bernabéu le enseñaron 22 amarillas y dos rojas en 37 partidos, la inmensa mayoría de ellas en la primera mitad. Perdió la final de Copa contra el Betis y se hizo capitalino. En Madrid sólo aguantó ese año, el de Vanderlei Luxemburo y al final López Caro -el de los brasileños haciendo la cucaracha en Mendizorroza-, sin lograr aclimatarse a un cuadrado mágico donde intentaron que cupieran, al lado del último Zidane, los Beckham, Guti o Júlio Baptista. Luego buscó acomodo en Vigo y ahí su carrera, rayana en los treinta años, fue languideciendo justo a la edad a la que zozobran los mediocentros posicionales.
Muy del estilo Pablo García, mundialista en Corea y Japón, ha sido siempre y sin tapujos la Uruguay de Óscar Tabárez (2006 – ) por la que han pasado algunos de los futbolistas sudamericanos más discretos del éxito. La consecución de la Copa América de 2011 en Argentina tapió esa continua exigencia que a los charrúas les ha impuesto la historia: primer campeón del mundo, primer y más veces campeón de América, bicampeón del mundo con asalto a Maracaná. Bordó el primer lustro de Tabárez al frente de la celeste y afianzó una generación, la de Luis Suárez, Edinson Cavani o Diego Godín, que preparaba la despedida a los Abreu, Lembo, De los Santos o Andrés Scotti. Todos estandartes no de un estilo, que es mucho decir, sino de una forma de vivir la vida y el fútbol, no siempre ortodoxa y no siempre prosaica, pero efectiva y tentadora en estadios asfixiantes con césped salvaje, defensas de ocho sin balón, oxígeno contado y alfileres. El título de 2011 renovó una promesa dando continuidad a la generación que en 2010 rozó el bronce en el Mundial de Sudáfrica, acercándose a podios antiguos, prolongando la apuesta por lo que los intelectuales llaman hoy infrafútbol.
De los uruguayos se destaca la garra y la testosterona como si fueran invitados extraños al deporte
De los sudamericanos, pero concretamente de los uruguayos, se destaca la garra y la testosterona como si fueran invitados extraños al deporte. Y así parece que seguirá. En la última década se ha refinado mucho lo que los analistas y cronistas del fútbol entienden por ídem, dando como resultado que estas expresiones hayan quedado obsoletas y politizadas, asignadas a lo vulgar para que narrativamente sólo exista una verdad sobre la que este tipo de expresiones se imponen únicamente por la fuerza, de manera violenta y alegal. Ahora cuando un hombre del fútbol invoca los factores biológicos del juego casi lo hacen tapándose con pseudónimo. Tabárez también: «La palabra sagrada en mi cuerpo técnico es respeto». Uruguay es el Atlético de Madrid del fútbol de selecciones: filas prietísimas, veneración, personalismo, brujería, patadas y un delantero en racha. Esto último, fundamental. Forlán decidió la Copa América de 2011 y Cavani, por entonces un nueve en construcción, está validando la apuesta de la edición presente, ocho años después. Ni siquiera necesitan fingir o controlar el nervio, por usar un eufemismo, de un Luis Suárez que ya hasta protesta las manos de los porteros dentro de su área y a quien Tabárez defendió, con la teoría del chivo expiatorio, tras la sanción de la FIFA por morder a un rival ante las cámaras de todo el mundo.
Llevan una década fundamentándose en lo peor que puede encontrarse cualquiera en su camino. Con la promesa del respeto te ceden el balón y te esperan hasta que pisas la línea: entonces se organizan para saltar a la presión al hombre, roban al filo del reglamento y pasan a la reorganización lenta y sin promesas. La goleada del inaugural ante Ecuador fue una fiesta, por inesperada y vanguardista. La generación uruguaya tiene muy interiorizado que sólo necesita un gol más que el rival. La rocosa línea horizontal de los Gargano, Arévalo Ríos o Cebolla Rodríguez ha dado a luz otra de muchachos (Vecino, Betancur, Valverde, Torreira) de los que ya se dice que son otra cosa, una respuesta a la necesidad del fútbol moderno, pero que aguardan la oportunidad de tomar el control mientras Cavani va resolviendo balones sueltos que le quedan lo suficientemente cerca del pie. No es que el fútbol de Uruguay sea anárquico o desastroso, más bien lo contrario: está tan agarrado a la piedra que es imposible desafiarlo sin ofrecerse a un sacrificio de sangre u hombría. En todas las batallas de convicción, el celeste de la guerra sale imperioso triunfador.