Una última oración por Harry Kewell

Harry Kewell

Es muy probable que Harold Kewell muera, dentro de muchísimos años, siendo todavía el futbolista más joven en debutar con la selección absoluta de Australia. Lo hizo en el 96, con apenas diecisiete años, justo mientras daba el salto a Inglaterra. De aquel Leeds lo recordamos todo, incluido a Dacourt. Y la mano de Raúl, y las tracas por Elland Road. Cualquiera diría que Kewell, habiéndose aupado así al serial de niños prodigio, haya colgado las botas tras apenas 56 caps. Una cifra francamente ridícula para un jugador que este año cumplía 18 en activo como internacional. Podría haber hecho historia y no la hizo, al menos de verde y dorado. Allí en Australia le han tenido siempre a Kewell un apego reservón. Sin más. Cahill, por ejemplo, es un dios. Como Culina, Schwarzer, Viduka, Skoko, Aloisi. Pero Kewell salió tan joven del país, y volvió tan viejo y tan mal, posponiendo además tanto su retirada, que nadie lamenta en realidad que se decidiera, a los treinta y cinco, a colgar las botas. Le recuerdan sobre todo por el Mundial de 2010, en el que le llamaban el alma del país; un Mundial del que poco menos que se borró, expulsión incluida, para liderar la decepcionante marcha de Australia por Sudáfrica. Ya no era ni el del Leeds ni el del Liverpool, pero la gente comprendía que igual a ese nivel todavía estaba para dar algo. No sólo decepcionó, sino que quedó abatido. Dejó el Galatasaray (como Lucas Neill) por la puerta de atrás y le dijo a su agente que quería volver a casa, a respirar aire puro.

Fichó por el Victory, el equipo padre de Melbourne, el mismo año que nacía otro en la ciudad, el Heart. Sobre la rivalidad entre ambos y llevado por los demonios del bienquedismo, Kewell dijo que sólo existía un equipo en Melbourne, refiriéndose al suyo. Y hete aquí, que dos años después, en más que evidente decadencia, acabó jugando en el otro, bajo las órdenes de Aloisi precisamente, con quien coincidió mucho tiempo en el vestuario de los Socceroos. No ha dado absolutamente nada en un año casi perdido para un club que ha comprado el Manchester City, y se le ha agotado la paciencia además de las ganas. No hizo referencia en su adiós a uno de los episodios más tristes que sin duda recordará: cuando, con Australia ya clasificada para la siguiente ronda de la confederación asiática rumbo al Mundial, Holger Osieck, el seleccionador de entonces, le llamó para regalarle su último partido ante la Arabia Saudita de Rijkaard, a la que por cierto eliminaron en aquel encuentro. Con el pescado cortado y vendido, Osieck quiso homenajear a quienes en años anteriores le habían acompañado, futbolistas de vuelta que ya no estaban para competir. Todo el país lo comprendió y lo aplaudió: pero cuando se supo que también iba Kewell, le llovieron a Osieck unas hostias como panes. Que una cosa era homenajear a los mayores, y otra llamar a Harry.

Hablamos de febrero de 2012. Kewell sabía que no le querían y toda la humareda que levantó aquel intrascendente choque acabó nublando también al seleccionador, porque de pronto originó un enconado debate sobre si estaba oxidando a la selección recurriendo constantemente a sus jugadores más veteranos. La historia acabó, año y pico después, con Osieck renunciando al puesto tras unos meses de resultados horrible y fútbol aún peor, viciado todo además con los primeros conatos de rebeldía interna y el desencuentro de gran parte de la afición con su país. Ese último día, en cambio, Kewell se permitió el lujo hasta de marcar un gol, que supuso el 2-2 a un cuarto de hora del final, con un golpeo cruzado distintivo. En tres minutos, a los de Rijkaard le cayeron otros dos, y ese fue también el principio del final para él. No es que Kewell sea para Australia un villano útil; es que no ha sabido retirarse bien. Lo dije el otro día y me lo tatuaré en una ingle si hace falta: todos los referentes envejecen. Y algunos, muy mal. Lo de Kewell en concreto ha sido dramático. Nada quedaba, desde hacía tiempo, del zurdo que empezó en el Marconi, el equipo donde empezó también Christian Vieri, en el suburbio de Fairfield, donde se comen a los pulpos crudos y sólo saben del surf por la radio.

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