He chocado frontalmente con una aparición de otra época y en mitad de diálogos briosos, sin sadismo, flotaba un algo de lucidez antigua, limpia de urgencias. Entre los minutos de cortesía y hasta el momento de rendirse esencias nos dimos cuenta de que ya éramos muy viejos, tanto como el mundo. Que compartíamos, en primer lugar, la autoconsciencia intrascendente. Qué importante es eso, saberse nadie. Te ayuda a situar los conflictos reales y ofrece afiladas herramientas de perdón, con las que además puedes mutilarte. Todo lo que recreamos fueron hipótesis antiguas, de forma absolutamente natural, subyugando esa confesión científica al hoy y sus amenazas furiosamente egoístas, las prisas, etcétera. El amor y las novias en tiempos de Whatsapp, estados, últimas conexiones, directas e indirectas. La profundamente imbécil y problemática métrica del tiempo juntos y, de lo que es peor, de la exigencia de atención. La realización del Yo a través del deseo del Otro y todo eso.
«Qué difícil es morirse después de…» responder algo más tarde de lo esperado un mensaje aparentemente residual que podría haberlo cambiado todo. Y qué poco habría durado ese todo. Funciona así, una mañana estás fregando el vómito de la única mujer de tu vida con la que te habrías casado y ni setenta y dos horas después surcas un cielo negrísimo en dirección a cualquier parte. Es horrible, es tedioso, y es un signo de este tiempo inabarcable. Luego te proponen ser feliz con las pequeñas cosas cuando resulta que no hay nada más pequeño que la propia felicidad, que a veces cabe en un espermatozoide espabilado. Y cuando lo verbalizas te agreden, bien con la indiferencia -que según la edad puede traducirse incluso como una virtud- o con la sobreinterpretación cósmica de tus necesidades. Hay una generación a la que la existencia le ha venido ofrecida troceada en experiencias por suscripción con compromiso de permanencia de por vida -compromisos frágiles, adicciones baratas, custodias compartidas- y la ha tomado así, sin condiciones. Quizá hayamos sido mal educados en la irresponsabilidad y la zozobra. O quizá sólo sea que entregamos muchas esperanzas a lo moderno cuando lo moderno llevaba escrito siglos en Whatsapp.