Un nuevo mundo

El Mundial de Rusia será para siempre ya el Mundial del VAR. El fútbol, el deporte más conservador de todos los que se han profesionalizado a escala industrial, está verdaderamente ante una revolución. No va a cambiar la forma de jugarlo pero sí la de percibirlo. Para empezar, eso es mucho, muchísimo, puesto que tampoco hay otro juego en el que el público, tanto asistente en las gradas del estadio como el de fuera (y fuera es el mundo entero) influya tanto en el comportamiento de los jugadores como en éste. El VAR también amenaza con extinquir actitudes tóxicas como la simulación pero con alimentar otras como el acoso grupal a los árbitros. Todo tiene su conque.

El VAR está creando también un nuevo imaginario entre los hinchas. Hay de todo, cada uno le añade sus propias proyecciones, sus prejuicios, sus ensoñaciones, como siempre pasa con estas cosas. El VAR se aparece ante todo como una aspiración universal de equidad, de justicia. La definitiva democratización del juego, entendida democracia como meritocracia: la instancia tecnológica se eleva sobre el criterio humano, falible siempre, influenciable, y decide con un porcentaje prodigioso de acierto cuál es la verdad.

El VAR no es más que una multiplicación de ojos, pero la decisión última es del árbitro

Pero esto tiene truco, claro. Sigue siendo el hombre, el árbitro, quien tiene la última palabra. Es decir, el VAR, que no es otra cosa que un equipo de realizadores y de jueces analizando a toda pastilla las jugadas con la ayuda de muchos ángulos de cámara, solamente proporciona al árbitro principal una información añadida. La diferencia es que esa información es mucho más precisa y objetiva que la que tenía hasta ahora: la que le suministraban sus propios ojos y los de los dos linieres, el juez de fondo y el cuarto, ya quinto, árbitro. El VAR no es más que una multiplicación de ojos. Pero la decisión última es del árbitro.

Además, como todos sabemos bien después de los últimos cien años, con las imágenes se pueden contar todas las historias que a uno le interesen. El VAR diluye el clímax instantáneo del gol pero nos otorga otro placer, la espera ansiosa por la decisión. Es algo muy infantil esa resolución retardada; se dilata el tiempo, se genera un no-lugar, un no-tiempo suspendido dentro del partido, encapsulado, donde todo el mundo cuelga de un señor que mira una pantalla en donde refleja, como en un espejo divino, la verdad. Lleva el fútbol de vuelta al terreno de la niñez, como cuando el maestro pensaba en el colegio si conmutaba la gimnasia por un partido de fútbol. El árbitro decide y la chiquillería corre hacia su campo como un torrente desbocado o patalea rabiando. Esta realidad paralela creada por el VAR promete reemplazar una emotividad por otra, no enfriar el fútbol y volverlo una cosa de laboratorio como se temían algunos tecnófobos recelosos del videoarbitraje.

El VAR trae más objetividad y por ende, justicia. Pero tengo una sensación rara con ese anticlímax. La experiencia en el Mundialito de 2016 fue nefasta. A Ronaldo le anularon un gol en semifinales, para luego dárselo 10 minutos más tarde, cuando medio equipo se había ido ya a vestuarios. Ha mejorado mucho desde entonces. Pero nos tenemos que hacer a la idea ya de que los partidos durarán 100 minutos, de media. Es como tomar el Palacio de Invierno del juego más puro de todos, entendiéndose esa pureza como la casi intocabilidad de sus leyes fundamentales durante el siglo y medio largo de vida de este deporte. El VAR es la subversión a las convenciones balompédicas más importante desde el establecimiento de la regla del fuera de juego.

El fútbol te enseña, si convives con él desde el patio del colegio, que la injusticia existe en el mundo. Habitúa al niño al sufrimiento, al sentimiento de pérdida, a lidiar con la frustración que produce lo injusto. También, a aprovecharse de lo mezquino, incluso a buscarlo con afán. Quizá con el VAR estemos a las puertas de una nueva generación de humanos que desconozcan la existencia de la maldad, de la pillería, de eso que los argentinos llaman cancherismo. Es un terremoto. ¡Y desprecian los intelectuales el fútbol!

El VAR para el antimadridismo tiene pinta de que va a ser como el experimento comunista para la progresía del siglo XX. La eterna esperanza irrealizada. Hay mucho de ilusión del pobrismo universal en que ahora “los grandes van a caer”. Es un sentimiento muy pueril pero muy extendido, que prende rápido y que tiene la mecha corta: al primer choque con la realidad se evaporará la vana ambición revanchista de los que se llaman parias de la Tierra. Llegará un día en que el zar, el papa y el terrateniente sean iguales que el campesino y el obrero. Más o menos se repite la retórica redentista, prácticamente milenarista, que sacudió Europa hace cien años. A ver si va a ser verdad que el fútbol es la guerra por medios pacíficos. Es cierto que el VAR acorta la distancia entre las plantillas de lujo y las mediopensionistas, como la educación pública y la sanidad aseguran un punto de partida más igualitario en las democracias asentadas. Sin embargo, seguirán ganando, por lo general, los que tengan los mejores jugadores. Al fin y al cabo no se debería olvidar que el VAR es un invento humano. Y todo lo humano está sujeto a equivocación. Incluso Toni Kroos.


Foto de portada | telegraph.co.uk

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