Se retira, por fin, Iker Casillas. Es como si llevara una década jubilado porque cuando un futbolista abandona el Real Madrid se extingue, pasa a otro plano de la realidad, un plano lógicamente menor, pierde gradualmente el brillo y se apaga como una estrella lejana que contemplamos con dificultad en la oscuridad de una noche clara de verano: su vida deja de interesarnos, por grande que haya sido, pues así es la naturaleza totalitaria, caprichosa y selecta del madridismo. En realidad, sólo hace un año largo que a Casillas le dio aquel infarto en Oporto que, como siguiendo el arco narrativo que ha parecido siempre su vida, lo desterró de la moqueta verde. El fútbol mundial, particularmente el fútbol español, está marcado por los infartos desde hace veinte años. El infarto es la representación grotesca y brutal de la fragilidad de la vida y del absurdo de la existencia: la naturaleza fulminando en directo, ante los ojos de cientos de millones de espectadores, a jóvenes sanos, afortunados, queridos, respetados y admirados en todo el mundo, a quienes lo tienen todo y, además, fulminándolos ante la indiferencia devastadora de Dios.
Aquel infarto tan súbito y traidor, como son todos los infartos, me hizo pensar en la de cosas feas que dije de Casillas durante aquel año y medio final del mourinhismo. Es cierto que uno repara en estas cosas cuando la muerte le tira un vaso de agua fría al rostro, pero como todo en la vida, la distancia y el frío que ofrece el tiempo ayudan a encontrar el punto justo. El mezzo termine. El infarto agudo de miocardio que sacudió a Casillas ayudó a devolverlo al paisaje sentimental del madridismo, a reconciliarlo con lo que, en realidad, fue. Casillas, en el Madrid, lo fue todo. Y como es sabido, el Madrid es el mundo.
Más: Ese madridismo del que usted me habla
Siéndolo todo, naturalmente, Casillas fue ángel y fue demonio, héroe, villano, niño-Dios y súcubo diabólico, espíritu masturbatorio de periodistas enemigos del club, encarnación de la inocencia gloriosa de La Fábrica y cómplice necesario de los intereses espurios de quienes odian el escudo que empezó a defender siendo un chiquillo. Su recorrido fue el del héroe y el del antihéroe: si la primera parte de su carrera tuvo la forma de un cuento de hadas, la última adquirió un tono de realismo descarnado muy chejoviano. Semejante acumulación de contradicciones lo arrastró necesariamente por el fango del oprobio, pues a pesar de sobrevivir a Mourinho, no pudo vencer al paso del tiempo: esa hazaña parece destinada ya sólo a Cristiano Ronaldo.
Los tres años de mourinhismo rasgaron el velo del templo y desnudaron la naturaleza ambivalente del mayor talento natural que han dado las porterías del fútbol mundial porque las circunstancias, a Casillas, lo forzaron a elegir. Y hay quien no está hecho para tomar según qué decisiones. Él no había tenido la culpa de nacer al mundo nimbado por una Octava Copa de Europa que lo elevó de golpe a la categoría de superclase. Tampoco tuvo parte en el papel de asidero moral que sus proezas insuficientes, sus milagros cotidianos, le otorgaron a ojos del madridista de infantería a lo largo de la decadencia mortificante de los galácticos y la travesía en el desierto de La Década. En medio de aquel páramo, Casillas revivió el brillo y el oro de sus inicios en el lugar más insospechado, la Selección de Luis Aragonés (que estaba chocheando según toda la prensa española a lo largo de aquellos infames meses previos al a Eurocopa de 2008).
A Casillas se lo tragó la Historia por creer que podría subirse a las alturas y sentarse encima del propio Real Madrid
Obligado de golpe a tomar partido en una guerra total que lo trascendía a él y a todos, a Iker Casillas se lo tragó la Historia por creer, como el ángel negro, que podía subirse a las alturas y sentarse encima del Altísimo, o sea, del propio Real Madrid. Desde fuera, lo veía convencido, tras ganar el Mundial, de que el Madrid podía ser aniquilado tranquilamente por el bulldozer de la propaganda nacional-guardiolista y él sobrevivir indemne, sin sentirse aludido, sin ser interpelado por su condición original de madridista y por tanto, pecador. Pareció olvidar el cordón umbilical que como hijo del club le ligaba de por vida al madridismo. Le dijeron que él ya estaba por encima del Madrid y se lo creyó. Fue su ruina.
La Historia, cinco años después, lo devuelve como la marea, que es generosa con los restos de los naufragios. Casillas arriba por fin a la playa que le corresponde, en la que un pedestal entre los árboles espera su busto para ser expuesto hasta el fin de los tiempos junto al de los grandes hombres de la historia del Madrid. Sin embargo, era necesario que pasara el tiempo. No hay redención sin tiempo.
Hay una estirpe de jugadores-nación, de hombres de Estado, que en el Madrid han heredado el brazalete y todo lo que de ese trozo de tela negra siempre ha colgado: la transmisión de un cierto espíritu, la continuidad generacional y un modo patriarcal de entender el vestuario, los códigos, las actitudes, más jefatura que liderazgo. Liderazgo suena a MBA, a estudios en escuelas económicas de pijos, a ponerse CEO en Linkedin y a charlas TED. Sin embargo jefatura cuadra mucho mejor con la tradición de un club que ha estado presidido siempre por grandes próceres y en el que el estilo no era ninguna vacua horizontalidad mediocampista sino una forma de ejercer el mando.
A Casillas le correspondió, al marcharse Raúl, imbuirse de ese ethos tan a contrapelo del mundo actual, pero Casillas, quizá por ser portero, y además un tipo de portero muy especial, pertenecía a otra secuencia cultural. El portero es un tipo apartado de los demás, un solitario, un misántropo acostumbrado a vivir en un estado de ascesis, desconectado del juego hasta que, de pronto, el juego se le echa encima con la violencia de un tsunami. No suelen ser buenos capitanes los porteros aunque a lo mejor la tendencia del fútbol en nuestros días cambie para siempre esta circunstancia. Quién sabe.
El éxito monstruoso de la selección española entre 2008 y 2012, concomitante con el apogeo del Barcelona de Guardiola, Xavi e Iniesta, lo colocó en una situación antinatural: la ‘España del tiki-taka’ dejó de necesitar al Madrid (de cuyo halo ganador había tirado toda la vida para contrarrestar esa atleticidad inherente a la camiseta roja nacional) pero, no obstante, lucía como rostro el del capitán del Real Madrid, un Real Madrid en sus horas más bajas desde, probablemente, 1993. En la paradoja Casillas prefirió la santidad del brazalete de España, donde no era cuestionado, todo lo contrario, a la exigencia permanente y la tensión sobrenatural del brazalete del Madrid, en plena reconstrucción espiritual. Ahí se rompió algo que ya no tuvo remedio, una desafección inasumible con buena parte de la masa social madridista que se agrandó hasta hacerse herida gangrenada y metástasis.
La protección divina convirtió a Casillas en un vago: logró vivir toda su vida carrera de la inspiración mientras el fútbol se tecnificaba Clic para tuitearCasillas fue uno de esos tipos tocados por la varita, un tipo acompañado siempre de la baraka, la ‘protección divina’ de la que gozaban los caudillos guerreros del norte de África. Eso lo convirtió en un vago, en un profesional poco dedicado: logró vivir toda su carrera de la inspiración, mientras el fútbol se tecnificaba, se hacía musculoso, veloz, atlético, Big Data. Consiguió hacer carrera a base de unos reflejos únicos en la historia de este juego hasta que los años comenzaron a presentarse, de un día para otro, como suele ocurrir con la vejez, que es el prólogo de la muerte. Napoleón prefería siempre a la gente con suerte que a los buenos soldados.
La baraka de Casillas, el don, se tradujo, coloquialmente, en el apodo del Santo, que luego, por sobreexplotación, se le volvió en contra. Pero esa bendición mística se manifestó especialmente en dos momentos fundamentales de su carrera, en dos finales de la Copa de Europa: Glasgow, 2002, y Lisboa, 2014. Aquel día, en Glasgow, frente al Bayer Leverkusen, Casillas entró para siempre en el imaginario colectivo, protagonizó la historia perfecta de Disney o de película americana: emergió de las profundidades de un ostracismo que nadie entendía para salvar al Madrid en los últimos minutos de una final agónica con tres paradas extravagantes, inauditas, de una formidable predisposición literaria. Fue la expresión máxima del viaje del héroe: el ungido, símbolo de la pureza virginal de una cantera inagotable, chico de la casa que se convierte en estrella mundial con veinte años para luego caer en una extraña espiral de caos personal y de errores que lo postergan para, finalmente, en el momento cumbre, sobrevolar como un fénix de fuego el partido de la Copa de Europa del Centenario.
Lo de Lisboa, en cambio, marca el final, el declive del gigante. Aun así, esa final certifica (por si todavía hacía falta) que Casillas fue un privilegiado de la fortuna hasta el final. Su error, grosero, propio de las películas americanas donde la leyenda del boxeo se autodestruye atormentado por oscuras pasiones interiores, es subsanado por un relámpago de la providencia. El gol de Ramos reescribe el Madrid moderno y salvaguarda el mito del portero santo, el galáctico de guardia, confirmando que hay quien nace con estrella y quien nace estrellado. Los aduladores y los cortesanos aniquilaron la chispa espontánea de aquel chiquillo que debutó en Bilbao encajando dos goles y salvando otros veinte, de aquel niño que se encumbró en Old Trafford, la casa del tricampeón, y que en París abrazó la gloria para no soltarla nunca más. Pero será por siempre el portero que consiguió que España ganara como el Madrid y la Copa del Mundo de Sudáfrica sólo será barcelonista en el relato: la imagen, que lo acapara todo, mostrará a la posteridad a un capitán del Madrid elevando al cielo esa copa dorada, eterna. No podía ser de otra manera.
De entre las miles de imágenes que Casillas dio al mundo en su carrera, me quiero quedar con una. El Madrid iba al Camp Nou a ser sacrificado en el altar de una España nueva, noviembre de 2008, Schuster decía que era imposible. Llovía en Barcelona y Míchel Salgado se besaba el escudo. El mundo parecía un circo romano y el Madrid deambulaba sobre el barro oyendo el rugido de una plebe que no quería clemencia, los de blanco esperaban la inmolación porque así estaba escrito que ese día tenía que ser. Con 0-0 al Barcelona le pitan un penalti. Casillas, que lo había parado todo, se queja y protesta: nunca como aquel día fue tan capitán del Real Madrid, y no le hizo falta llevar el brazalete. Etoo lanzó con odio en la pierna y sangre en los ojos, y Casillas le paró el penalti. El Madrid acabó perdiendo 2-0, preludio de otras derrotas mucho peores. Pero en ese gesto estuvo el Casillas que fue siempre, por encima de todas las cosas: un héroe madridista.