El Atlético de Madrid de las últimas dos décadas siempre ha necesitado un delantero, al menos uno, que hiciera las veces de goleador. Un delantero de verdad. De Christian Vieri a Griezmann y del primer Fernando Torres al Kun Agüero, pasando por Forlán o Diego Costa: pero siempre una apuesta destacada para consolidar el gol, para llevarlo a donde se necesita, repetirlo y justificar lo demás. En la era Simeone ha sido especialmente importante el acierto: por mucho que los resultados se construyan en los metros de campo propio, la diferencia se visibiliza en el marcador donde más. Por eso Álvaro Morata: la lesión de Diego Costa, de más a menos en su segunda etapa en Madrid, obliga a sumar un nueve al equipo más allá de los servicios puntuales de suplentes reconocidos, cuando no de atacantes como Ángel Correa obligados a pasar por goleadores. Griezmann, quizá el mejor jugador que ha tenido Simeone a sus órdenes y el tipo de delantero que hace buena cualquier apuesta, ha sorteado siempre la presión de ofrecerse, correr al hueco y definir, que es su especialidad, destacando en ello un despliegue exagerado para un solo hombre sin compañía. Morata, lejos de ser top mundial y todavía discutible si podría considerarse entre los mejores europeos, es sin embargo un nueve al uso con prestaciones de arrastre que más que a reencontrarse vuelve a España a servir. Lo de John F. Kennedy en su toma de posesión: no te preguntes qué puede hacer el Atlético por ti, sino qué puedes hacer tú por el Atlético. Y más concretamente, por Griezmann: potenciar sus espacios, crear por físico y desborde la aplastante superioridad que el Atlético desborda a veces en su propia área y facilitar su frescura en el momento de definir. En otras palabras, el extraño rol del delantero acostumbrado al que no ha terminado de hacerse Diego Costa tras regresar, como Morata, del Chelsea.
Morata es el 122º de Europa en presencia y acierto, por detrás de Borja Iglesias, Jorge Molina o Raúl de Tomás
El ex del Real Madrid cuenta a su favor la expectativa: tan desafortunado ha estado en su primera mitad de temporada que cualquier prestación -y más con todas estas cámaras y amigos pendientes- sumará para resolver su laberinto mental. Eso siempre que entienda a qué va al Wanda y por qué el Atlético elige para sus ambiciones a un nueve con cuerpo y conducción de ariete arquetípico, cuando lo que necesita es un rematador a tiempo completo que no falle, siendo esta la mayor y más evidente carencia del madrileño. Este año, Morata es el 122º futbolista en las cinco grandes ligas europeas cruzando datos de acierto en el disparo y de tasa de conversión, por detrás de nombres como Luis Suárez, Messi, Cristiano Ronaldo, Kane, Lewandowski o el propio Griezmann, evidentemente; pero también peor que Borja Iglesias, Raúl de Tomás, Maxi Gómez, Stuani, Gerard Moreno o Jorge Molina por mencionar algunos de LaLiga. Y con todo, lleva un gol más (9) que Gonzalo Higuaín, que ha confirmado el presagio de su muy exigente paso a Milán a quien Maurizio Sarri desea precisamente para remachar todos los balones sueltos que puedan quedar en área rival. El infortunio de Morata cara al gol ha acabado procurándole peor fama de la debida, sobre todo teniendo en cuenta su proyección: ocurre que Morata, además de joven, es irregular e insultantemente inseguro, como ha comentado abiertamente siempre que se le ha preguntado al respecto de sus vacíos. Pocos delanteros de élite transmiten tan poca determinación en los mano a mano, que son al fin y al cabo duelos espontáneos de frialdad y técnica sin trampa. La suerte que vivirá a las órdenes de Simeone es que en el Metropolitano no necesita creer en él, sino en el Atlético, que es la mejor visión actual de un equipo-Estado. Si Diego Costa no cultiva la prisa para su vuelta -su carrera en el Atlético parece sentenciada igualmente- y si la endeudada cúpula mantiene su promesa de rodear a Griezmann para que no renuncie, la incorporación de Morata sólo puede conjugarse, pese a las amenazas y los ratios, en positivo. Sea o no ese delantero de verdad al que acostumbra el colchonero millennial, sediento si no de renovar su hambre de títulos, al menos de seguir aferrándose a la opción de disputarlos.