Brasil alumbró a los desacostumbrados ojos de la inmediatez una estrella emergente que no sabíamos que ya estaba consagrada: la de Simone Biles, una estupefacta maravilla de la creación. Los medios extranjeros llegaron a tiempo para presentarla en España ponderando su complejo desarrollo en un entorno familiar inestable, por acudir a los eufemismos en tiempo de paz. Luego descubrimos que procesa la perfección. Los analistas que la conocían de YouTube y las crónicas transatlánticas comprobaron horrorizados cómo el mito iba más allá de lo expresado por escrito: Simone Biles, una gimnasta afroamericana de metro y medio, no podía ser humana. Pero lo es. Lo enfatizó el día que sustrajo los titulares con un fetén «No soy la próxima Usain Bolt ni Michael Phelps; soy la primera Simone Biles». Su expresionismo mundano correría por el enconado debate sexista que durante Río 2016 fiscalizó cada plano en televisión y cada palabra de cada comentarista, en esa delicada y ya trillada ruleta de histéricos aforismos que paradójicamente amordazan cualquier principio de debate. Así que ya podíamos disfrutarla como atleta, no necesariamente como reivindicación.
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Biles sorteó en sus primeros Juegos la variante subjetiva del jurado y mordió cuatro oros de un total de cinco metales, cifra que la igualó con algunas de las más grandes gimnastas del mundo. Tres o cinco minutos de Simone al día eran insuficientes y fuera de competición se la echa de menos como se añora todo lo platónico de la idealización: verla y oírla rebotar y saltar sobre el suelo como si fuera de gelatina, dominar la barra o girar en lo más alto como la confianza de un trapecista con red y arneses era enamorarse un poco de la física y del tiempo. Coincidían los expertos en que el secreto de Biles está en que lleva algo de temeraria en su sangre pese a su aparente laxitud: en que no siente la urgencia de autoimponerse limitaciones y que en la complejidad y exhuberancia de sus ejercicios radica la flor de su explosividad. Claro que a cualquiera que se propusiera un imposible tácito le valdrían cuatro esguinces para retirarse a tuitear: Simone clavaba todas estas lecciones y además lo hacía consciente y visionaria. Sentía, cuando salía a saludar -se le notaba sobre todo en su mirada antes del ejercicio: la más seria en frío, la más feliz en caliente- que también esa vez sería la mejor. Y lo era, sin remedio.
La mejor gimnasta viva es también la mejor deportista del año para Associated Press y fue quien cerró la participación de Estados Unidos llevando la bandera en la ceremonia de clausura. Todo esto por primera vez en su disciplina. Domina desde 2013 suelo, salto y barra y ha erguido en monstruosa representación su ceremonial trabajo en la múltiple individual -el reverenciado all-around-, modalidad en la que no admite alergias. Con tantas medallas (19) como años, Simone se revela como uno de los nombres del presente a monitorizar durante el futuro que nos quede, uno de esos que vigilamos y esperamos, para rendir o persuadir, cada equis tiempo cuando se acercan los espectáculos especiales. Es una de las pocas deportistas en activo que parece no retener dudas. Únicamente en una ocasión flaqueó: cuando, tras aguantar su himno en el podio del mundial de 2014 en China, una abeja se atrevió a rebatir su reinado desde el ramo de flores que recibió de la organización. Simone era entonces más niña, pero ha roto en mujer de pétreo físico y concienzudas formas entrenadas para el éxito: ese fue el día, sospecho, en que se observó por última vez frágil a través del cristal y decidió que nunca más se dejaría enredar en diretes insustanciales. Sexismo incluido.