El 10 de agosto del presente año, Donald Trump, declaró el estado de Emergencia Nacional. La amenaza que asediaba a los norteamericanos no refería al terrorismo internacional, ni a las provocaciones nucleares del excéntrico Kim Jong-un sino a un fenómeno aparentemente marginal que había mutado, en los últimos tiempos, a la categoría de corriente: el desbordante consumo de heroína y otros opiáceos en Estados Unidos. Las cifras de fallecidos por este motivo, en el siglo XXI, ha crecido de forma tan alarmante que ha degenerado en un contexto de pandemia.
En los últimos veinte años, la adicción a los opiáceos se ha llevado por delante a más de medio millón de estadounidenses. Desde 2009, las muertes por este motivo superan a las causadas por armas de fuego, accidentes de tránsito, suicidios y homicidios juntas. El año pasado, se alcanzó la cifra de sesenta y cuatro mil decesos por sobredosis de opiáceos, lo que supone más americanos fallecidos que durante toda la Guerra de Vietnam, «un 11 de septiembre cada semana» según describía la Comisión de Combate a la Drogadicción creada por la Casa Blanca. Y a pesar de la magnitud de la tragedia, las previsiones oficiales para 2017 superan con creces estos guarismos.
Este jaque a la primera potencia mundial explica en gran medida la proliferación de producciones televisivas centradas en el narcotráfico durante las últimas dos décadas. Si en 2002, The Wire marcaba el inicio de esta tendencia con una atinada descripción del tráfico de drogas en los suburbios de Baltimore, al término de la exitosa serie de HBO, daría comienzo una producción que se convirtió en todo un referente del género: Breaking Bad.
Quizás aprovechando el impulso de sus predecesoras y ante la persistencia de la cruenta realidad, Netflix apostó en 2015 por un producto que constituía una nueva percepción del mismo fenómeno: Narcos. Si hasta el momento habíamos asistido a la descripción de los cárteles del narcotráfico en sus lugares de origen o a la distribución de la droga en los mercados de Norteamérica, pero siempre en un contexto de actualidad, Narcos trazaba una visión retrospectiva hacia los orígenes, al momento en que estas organizaciones comenzaron a adquirir una dimensión supraestatal: la Colombia de los años 80.
En las dos primeras temporadas se esbozó la figura del gran capo del cartel de Medellín, Pablo Escobar, en un formato con una aparente fidelidad histórica – incluso intercalando imágenes reales a modo documental-, pero también con cierta licencia para modelar los hechos mediante pinceladas de ficción. La serie resultó un éxito y el público terminó familiarizándose con un universo de señores feudales, surgidos de las barriadas, en pulso contra la poderosa administración americana, mediante el uso de una violencia despiadada y el vasallaje de una sociedad rendida al miedo y los billetes. El paisaje suburbial y selvático de Colombia, la característica jerga popular de los personajes autóctonos, o la narración en off de los agentes de la DEA, pronto se hicieron reconocibles para todos los espectadores.
La tercera temporada de Narcos aceptaba el reto de sostener la atención de la audiencia sin el carismático protagonista sobre el que había girado la serie hasta el momento. Ante la imposibilidad de encontrar un sustituto de la dimensión de Escobar, el testigo lo recogieron los cuatro líderes del cartel de Cali, capitaneados por los hermanos Orejuela, una organización más burocratizada y pactista que su predecesora, si bien garantista de las dosis de brutalidad necesaria para conservar la hegemonía. La mirada melancólica del agente Peña, en el último capítulo, hacia la frontera de México, dejaba entrever la ubicación de la próxima temporada, que cobrará una mayor dosis de actualidad.
Si las grandes productoras han aprovechado, en las últimas décadas, el enorme impacto de las drogas en la sociedad para inspirar multitud de ficciones basadas en el narcotráfico sorprende, en la misma lógica, que no se hayan asomado al otro lado de este drama: el de los adictos. Aunque la industria audiovisual americana siempre reflejó, en alguna medida, la realidad social en la que operaba, la implantación, en 1934, del Código Hays – una normativa cinematográfica que censuraba lo que no era moralmente aceptable –prácticamente impidió, durante treinta años, el tratamiento de las drogas o del abuso del alcohol en las pantallas.
El éxito, en 1955, de El hombre del brazo de hierro, de Otto Preminger – en el que se detallaba la vida de un adicto a la morfina –, constituyó un cambio de tendencia que obligó a una aplicación más laxa del código que, no obstante, se mantuvo vigente hasta 1967. En la década de los setenta, el cine de autor o las producciones de serie B dieron holgada cuenta de esta problemática, incluso títulos comerciales como Neddle Park (1971) o La Rosa (1979) la trasladaron a las grandes salas. A partir de los años ochenta la adicción a las drogas y sus consecuencias ya eran una realidad asimilada que no constituía un tabú, lo cual favoreció que las grandes producciones dedicadas a dicha temática se multiplicaran. Títulos como Bird (1988), Hasta el límite (1991), Diario de un rebelde (1995) o la mítica Trainspotting (1996) ilustraban un mundo que no era ajeno a la sociedad.
Casi el 50% de las muertes por sobredosis en 2015 están relacionadas con analgésicos recetados para tratar dolores moderados y fuertes
No obstante, la dimensión de la epidemia actual, las causas de la misma y hasta su contexto social, difieren tanto de lo sucedido hasta comienzos del siglo XXI, que cabe resaltar que aún no ha habido una respuesta acorde a dicha realidad por parte de la industria audiovisual. Si la magnitud de la adicción no tiene parangón en la historia – afecta a veintisiete millones de estadounidenses (más de un 8% de la población) -, las causas de la misma son también singulares. El abuso de los opiáceos en Estados Unidos no se limita al consumo de heroína – que no supone más que una penúltima etapa de la dependencia – sino a la exagerada prescripción de medicamentos legales de la familia de los opioides. Casi el 50% de las muertes por sobredosis en 2015 – advierte el Centro para la Prevención y Control de Enfermedades – están relacionadas con analgésicos recetados para tratar dolores moderados y fuertes.
«Tenemos un enorme problema que a menudo no se inicia en la esquina de una calle, sino que empieza en la consulta de un médico o en los hospitales de nuestro país» señala el informe de la comisión nombrada por la Casa Blanca. Según un estudio de Jama Psychiatry, el 75% de los heroinómanos empezó con estos analgésicos cuyo aumento de precio ha provocado que muchos pacientes recurran a la heroína como sustitutivo. Un favor del sistema sanitario a los narcos mexicanos que aprovecharon el filón para vender un producto mucho más barato y puro.
Según la agrupación de organizaciones de afectados y familiares de víctimas (Fed Up !) tras el incremento masivo de prescripciones médicas desde los años noventa se encontraba el influjo de las farmacéuticas en estudios académicos que negaban la adicción de los opiáceos recetados, así como su connivencia con la FDA (Administración de Drogas y Alimentos), el departamento encargado de regular las licencias de medicamentos y que, durante décadas, aprobó la venta de fármacos de demostrada adicción y peligrosidad como Zohydro, Opana y OxyContin. En los últimos años la administración americana ha intentado dar un giro, con un control mucho más restrictivo, pero la inercia de los millones de afectados y la irrupción de opiáceos aún más letales y baratos que la heroína, como el Fentanilo, han empeorado la situación con una avalancha de sobredosis.
Aunque la epidemia se expandió sin control, durante años y por todo el país, cinco han sido los estados especialmente afectados: Virginia Occidental, New Hampshire, Ohio, Rhode Island y Kentucky. La novedad con respecto anteriores episodios similares radica en que esta vez el sector más perjudicado ha sido el de la clase media blanca, incluso, en no pocas ocasiones, el de personas de un alto nivel adquisitivo que caían en la adicción sin apenas darse cuenta. En definitiva, una tragedia que está zarandeando al país más poderoso del planeta y que por el momento no dispone ni de una pronta solución, ni de una producción audiovisual que la exponga a ojos del mundo. Una lacra silenciada.