Lo que todavía entendemos por mundo está ya organizado en dos bloques desiguales cuya interacción, en cambio, los mantiene a flote: el de los acosadores en bucle y el de los observadores. En el bloque de los acosadores trabaja el principio de retroalimentación. En el de los observadores, que ya adelanto es mucho menos numeroso y tan volátil que cabe sospechar que pierden miles de partidarios por segundo, una animal de código naíf incuba huevos con híbridos que un día acosan y otro menean la cabeza afligidos por el apocalipsis. Como una implacable enfermedad degenerativa, la tendencia al asedio tiene ya más de universal que los observadores neófitos de sus síntomas. Por eso los medios de comunicación de masas han sabido incorporar a filas géneros, formatos y personajes más del palo a censurar que del otro tipo, pero que son de carne y hueso, que sienten y padecen y respiran. Que son personas vivas, en muchos casos felices y amables lejos de los objetivos. Sólo Salesforce y Disney, que se negaron a comprar Twitter a finales de 2016 por la hostilidad que percibieron en un porcentaje respetable de sus usuarios -que se cuentan por cientos de millones activos-, parecen respetar lo arriesgado de la apuesta por la polarización no ya formal sino puramente instintiva, casual, retrógrada, más antigua que el suelo que no barremos. Un germen de catálogo, bacinilla de nuevos referentes y fertilizante para la réplica: noticias falsas, correcciones, posverdad, hechos alternativos. La ponzoña de toda la vida, catalogada y con apellidos. Para que nadie se pierda y todos tengan mínimo una suela que lamer.
¿Cuál es el techo del trollnalism, el periodismo troll? Casi con cada nuevo día que amanece, brota otro distintivo de dudosa artesanía. No por casualidad aquello que rompe todas las barreras de la comunicación saltando de teléfono en teléfono recibe el nombre de viral. Lo viral, para entendernos, es ya el objetivo prioritario en los mass media y por extensión en sus hermanos pequeños que aspiran a dar un asco que truene menos. Es una apuesta segura, efímera pero segura. Por eso en el camino del bloque de los acosadores siempre se aparecen espíritus del presente que malversan cualquier asomo de periodismo tradicional, relegándolo de esa especie de altar donde lo tienen quienes se resisten al modelo, sufriéndolo. El periodismo tradicional, ahora, caduca cada medianoche y de su vibrante crisálida siempre sale un emocionante nuevo periodismo que descubrir. Pero todo esto, que está muy leído, no es sino una de las muchas consecuencias derivadas del exigente posicionamiento al que un lector habitual se presenta en las reuniones de trabajo, amigos o en cualquiera de las expresiones de su ocio que, una vez salvados los instintos básicos, acaban siempre en charanga de trivialidades. Lo que los medios están haciendo hoy no es más que amplificar esta portentosa inclinación por lo insignificante, visibilizarlo y atacar, ya casi apenas sin segmentarlo, donde saben que existe un patrón. Y por suerte para ellos y el modelo, que ya se ha desangrado y difícilmente volverá a ningún origen conocido, les funciona.
Por eso cuando pierden Sevilla, Barcelona, Real Madrid o Atlético uno va siempre primero a recordarle a Cristóbal Soria, Álvaro Ojeda, Quim Doménech o el que toque rojiblanco lo idiotas que parecen. Ellos sí conjugan bien el verbo y dan a su audiencia básicamente lo que ha quedado repetidamente demostrado que van a consumir y que en consecuencia va a mantenerles en sus puestos. La ristra de marionetas es eterna y por supuesto trasciende la información deportiva, aunque es en esta, por aquello de la bien entendida rivalidad, donde palpita con más fuerza. Después hay unos segundos espadas con mejor posición aún que azuzan el odio en murmullos, casi siempre en televisión, con frases cortas e impactantes, medias mentiras segadas y demoledores eructos. Estos pertenecen al grupo mixto de los trolls observadores, son los padres de los híbridos arriba mencionados, los que empujan la noticia hasta inventársela con tal de que exista. Al día siguiente, un vistazo rápido a los cuadros de audiencia revela la terca certeza: el troll eres tú. Tú eres el acosador, aunque acoses de pensamiento, batiendo las palmas en las refriegas. Tú pagas todas esas facturas con tu visita, tu recomendación, tu like, tu tuit o tu anonimato: ellos únicamente ponen nombre y apellidos al monstruo al que rezas cuando buscas informarte. Y no, por desgracia quien acosa a un acosador no tiene perdón, mal que pese a los replicantes del planeta sensible que aplaude este sangrante vodevil de incapaces. Para que desaparezcan, el único camino es desoírles, taparse los ojos, sacárselos de las cuencas si es necesario. Pero es verdad que también es más aburrido.