Hay algo reconfortante en Traidores, la película sobre ETA de Jon Viar. En realidad el tema central no es ETA sino la militancia en ETA, que es sólo una de sus muchas facetas, sin duda la más interesante desde el punto de vista filosófico. Cómo queda el ser humano después de pasar por una banda terrorista, después de autoconcederse la capacidad para dar muerte a otros. La película se ocupa de todo eso, pero también de la relación nacionalismo-familia y de la relación hijo-padre. Probablemente no habría habido película sin esto último, sin la necesidad de saber, de preguntar y de contar qué es lo que lleva a alguien a dar el paso, y qué efectos produce ese paso.
Es reconfortante porque muestra que la redención es siempre una posibilidad. Después de la del padre, central por cuestiones narrativas e interesante en sí misma, la figura más importante en la película es la de Mikel Azurmendi. Uno de los momentos más tensos es cuando Azurmendi cuenta que a mediados de los 60 participó en una votación organizada por Julen Madariaga para decidir si asesinaban o no a Patxi Iturrioz, dirigente de la banda enfrentado a la corriente más nacionalista. Eso es muy duro, explica Azurmendi con pocas palabras y con un silencio que se hace corto. Tan duro que, a pesar de que los votos se decantaron por salvar la vida de Iturrioz, uno de quienes participaron en la votación se suicidó al poco tiempo.
A algunos les bastó con ese hecho, sin consecuencias prácticas pero con efectos individuales muy profundos, para dar el segundo paso: salir de ETA. Los protagonistas de la película lo hicieron y recorrieron el camino completo. No hay ni un momento para la autojustificación, ni siquiera cuando se habla de atentados tan celebrados en muchos sectores como el de Carrero Blanco. No necesitan llegar hasta el conductor y el escolta que lo acompañaban, que también murieron en el atentado, para darse cuenta del horror. Asesinar a otro hombre es lo peor que puede hacer un ser humano, creo que llega a decir el propio Azurmendi. No a los acompañantes de Carrero ni a los niños que viajan junto al duque en la carroza; asesinar a otra persona, sea quien sea.
No hay ni un momento para la autojustificación, ni siquiera cuando se habla de atentados tan celebrados en muchos sectores como el de Carrero Blanco
La obra de Jon Viar es un tratado breve sobre la posibilidad de la expiación y la redención, dos conceptos ligados al cristianismo, y precisamente ésa es la pregunta que queda flotando en el aire cuando acaban los testimonios. ¿Qué es lo que permite a algunas personas detectar el camino errado, salirse de él y reconducir su vida? ¿Por qué las personas que aparecen en la película son capaces de dar ese paso, de darlo hasta el final, mientras que otros militantes de ETA siguieron cayendo? ¿Es posible una especie de Gracia sin Dios, o estamos a expensas de que Dios o cualquier otro determinismo decidan si seremos personas dignas o personas caídas?
Al comienzo de la proyección en Bilbao, Viar dirigió unas pocas palabras al público. Habló sobre la necesidad de pensar contra uno mismo. Cuestionar los dogmas que nos acercan a lo peor que podemos ser, resistir la inercia del camino dispuesto y afrontar las consecuencias de nuestras traiciones. Pero nada de eso es posible sin otros dogmas, sin otras intuiciones morales que ejerzan un contrapeso. Sin esos principios éticos profundos nada impide que se complete el descenso, y que el descenso sea narrado como un viaje hacia la salvación.
Los que decidieron seguir en ETA gozan hoy de prestigio social y lideran la segunda fuerza política del País Vasco (…) llevan una vida socialmente plácida
Esto último, una narración exculpatoria e incluso gozosa de lo peor que hicieron, es lo que eligen muchos otros que salieron de ETA sólo cuando ETA dejó de existir. Salieron de ETA, pero ETA siguió en ellos. Tal vez porque durante su militancia cometieron crímenes atroces, o tal vez porque no tenían nada más que dogmas heredados y un relativismo adquirido que les permitía vivir con una conciencia adaptable. Cuenta Azurmendi que cuando era profesor en la Universidad del País Vasco tuvo muchos alumnos que podrían haber entrado en ETA, y que él los disuadió de dar el paso. Explica que gracias a su docencia salvó varias vidas, aunque no sé si se refiere a las vidas de las víctimas que habrían ocasionado o a las de los propios terroristas en potencia, a quienes libró de la caída. Durante esos años en los que tenía que ir a clase con escolta fue un profesor sin nombre en su despacho: se lo quitaban cada vez que lo colocaban. Tras su jubilación la UPV le envió a casa la placa, como gesto. La misma placa que fueron incapaces de mantener en la puerta de su despacho.
La película de Jon Viar, que aún puede verse en varios cines de España, muestra una parte de las vidas de Iñaki Viar, Mikel Azurmendi, Jon Juaristi, Teo Uriarte o Javier Elorrieta. Muestra las dudas y las certezas radicales que los acompañaron en ese proceso de «pensar contra uno mismo», tan distinto del falso arrepentimiento o de la autocrítica ambigua a los que nos han acostumbrado quienes decidieron permanecer en ETA hasta el final. Ellos, los últimos, gozan hoy de prestigio social y lideran la segunda fuerza política del País Vasco. A pesar de las muertes que han producido, a pesar de los asesinatos que han justificado, llevan una vida socialmente plácida, políticamente exitosa.
Parece extraño por tanto decir que hay algo reconfortante en esta historia, pero lo hay. Hay una especie de tristeza esperanzadora, trascendente o no, en esta historia. Traidores muestra que es posible no ser como los últimos, que es posible elegir la verdad frente a la vida cómoda e inconsciente, y que no se elige la verdad a cambio de un bien mayor, sino a pesar de que pueda no haber nada más que lo que decidimos hacer en este mundo.