No hay rigor capaz de situar a Xavi Hernández en la historia. Ajeno a objetividades y subjetividades, el talento manifiesto del penúltimo gran capitán culé se disparó tarde en los propios y cuajó a horcajadas en los extraños. Por su carrera deberían hablar sólo sus títulos: todo con su club y todo con su país, incluyendo una Eurocopa por duplicado y con la excepción de la Confederaciones que no fue sino preámbulo del horror de Brasil un año posterior, que enterró al futbolista, a la selección tal y como se la conocía por entonces, y a la concepción cerrada de ese fútbol oportunista que los propios brasileños reclamaron para sí durante tanto tiempo y que, trofeos mediante, quiso adoptar más en fondo que en forma la propia españolidad balompédica. Un hito en el Barcelona y un hito en el mejor Barcelona de siempre. Más que suficiente en su consensuado adiós a la élite, cumplidos los 35. La objetividad fría pero sin réplica de los números habla sola por Xavi Hernández rumbo a Qatar. Pero por supuesto, cantares de gesta y procelosos ilusionistas de las letras modernas no iban a permitir que los textos sagrados del fútbol se quedaran sin su literatura, su aura y su compás, su pie pequeño y sus envíos sobre el área, su preciso eje, su descubrimiento y desarrollo: su alunizaje, la disección de un estilo, su estilo, el estilo de todos, el tiqui-taca, el toque-toque, el porcentaje, la horizontalidad, la posesión, el sextete, Guardiola, un líder carismático, inigualable defensor de la causa, un hombre de club en definitiva a cuya febril custodia de los valores en entredicho de La Masía le ha correspondido el inagotable chorreo de títulos que colman y dan brillo a su palmarés. A bote pronto, quizá el más brillante de la historia del fútbol español, sólo huérfano de algún reconocimiento individual que creo personalmente se le escapó el año que el Balón de Oro pasaron a votarlo capitanes, seleccionadores y periodistas del planeta, que fue el mismo año (2010), en que Xavi levantó el Mundial con España.
Al Xavi futbolista hay que admirarlo como lo que probablemente sea: una pieza única de explosión tardía. “Esa gran mentira”, lo llamó Marcos López, reputadísimo scout, a quien el título de aquel artículo en las postrimerías de la era Rijkaard le arrebataría por siempre la credibilidad en vistas de lo presente que ha acabado estando el jugador en todos los títulos logrados a posteriori. Al Xavi personaje, por extensión, también habría que levantarle un monumento. Cuando el estilo se descolgó y Pep fue a desinflarse en el banquillo del club que conquistó en sus primeros tres años, levantando en ese tiempo la mitad de las Champions que se han ganado de azulgrana en toda la historia de la competición (2009 y 2011), Xavi se erigió en el maestro de la nostalgia, en un señor mayor contando batallitas, con la petaca vacía a los pies. Si se perdía, daba la cara y echaba la culpa al césped, a los detalles o al planteamiento amoral rival, quien se había llevado la victoria pero no así el elogio, razón por la cual habría de replantearse su logro: así lograba, mediante la repetición de un mensaje sin matices, despreciativo, reivindicar al mejor club del mundo hasta en los peores partidos del mundo: y le creía ciega toda la legión de seguidores que el barcelonismo, a golpe de victoria, se había granjeado desde 2008, edad a la que también colaboró con la edificación de una España inolvidable. Xavi fue tan rotundo en la derrota como en la victoria. Porque podía, fundamentalmente. El rastro que deja de ‘jugador irrepetible’ le queda, sin embargo, un tanto enorme. Valga como anécdota el lapsus de Riquelme: preguntado una vez con quién le gustaría haber jugado, contestó que con Xavi e Iniesta, con quienes curiosamente coincidió en su único año en Barcelona. Pareciera como si Riquelme y el mundo hablaran de una persona diferente cuando hablan del Xavi Hernández post Rijkaard. Y a fe que ha sido así, razón por la que al mito le cojea una pierna, si bien al barcelonismo post Rijkaard le importa poco o nada el tramo de historia anterior.
Hay otro Xavi encomiable: el capitán. El yo alineado con la identidad ganadora perceptible de su equipo de siempre, ha quedado de sobra descrito. Esta arrogancia, que no gusta en Inglaterra, le acompañará por siempre e incluso es probable que crezca con los años, ya fuera del reiterativo fuego mediático. En su retirada, presumiblemente, no se muestre menos presuntuoso o sectario que el mismísimo Cruyff. Pero el Xavi capitán ha sido elegante y silencioso, valor que se presupone, pero paradójicamente a la baja. La llegada de Luis Enrique le postró, como se temía, a un rol eminentemente secundario del que jamás ha saltado una sola astilla: ni a través del propio Xavi, ni de su ingente entorno colocado en la prensa afín al movimiento y, por cierto, reacia a Lucho desde el primer día y mucho me temo que a pesar del presumible triplete. Luis Enrique todavía ha sabido darle uso y no en vano, en ciertos tramos de la temporada hasta le ha servido para lo que Xavi mejor aprendió del curso intensivo con Luis Aragonés y Guardiola: dominar con balón. La mayoría de las veces para quitárselo al rival y matar el partido; pero otras, también para buscar alternativa al juego directo que luego ha explotado, y de qué manera, con el advenimiento del Luis Suárez que conocíamos. La salida en tromba del Barcelona del contragolpe que aplaudió Guardiola cuando cayó eliminado con el Bayern que le paga ha acabado reduciendo al Xavi de la contención, que apestaba este canal a la victoria. Con cada gol al galope, la ficción novelada de Xavi moría un poco más. Pero de pie. Sin nadie que le pasara el cepillo ni que acudiera a las redacciones a enmierdar. Un paso a un lado del segundo futbolista más importante del Barcelona en los últimos siete años y ni pío. Ni se ha roto España, ni hemos braceado en chicle ni se ha impuesto carpanta. Por eso decía que no hay rigor capaz de situar a Xavi: cada uno puede elegir su representación del jugador y recordarla para siempre a su manera. Lo que es evidente es que vamos a echarle de menos.