Todo pasa y todo queda

Luka Modric 2017

Los Real Madrid – Barcelona son algo así como una ventana al pasado. Crecemos, es inevitable, pero al llegar esa fecha señalada a uno de pronto se le agita la memoria. En el fondo, al final el Clásico no es más que eso: la manera de reencontrarse dos veces al año con aquello que siempre está. Crecerán las ideas, seguiremos emigrando, elevaremos la vista… pero con cada derbi tenemos que cruzar la frontera que separa el futuro de lo que siempre estuvo ahí. En mi caso, además, al volver la vista atrás suelo toparme con mi padre, quien con delicadeza desempolvaba cada una de esas noches la camiseta blanca del Buitre. Aún no había nombres sobre el dorsal, pero las identidades eran mucho más reconocibles que ahora. No había mortal que no reconociera el siete como propiedad de Butragueño, por intuición, por sentimiento, sin letras. Por eso, cuando mi padre rescataba el siete del Buitre, yo comprendía que no importaba adónde ni cuándo, pero siempre volvería.



El ritual también incluía la voz de José María del Toro, un narrador de otro siglo, retumbando sobre nuestras conciencias; las bufandas al aire cuando salían los jugadores (nadie me obligará a decir que son mejores estas salidas actuales, todos juntos, como si todos importaran lo mismo). Al niño que era yo entonces se le iluminaban los ojos al ver cómo la marabunta de aficionados se movía por el graderío, al escuchar el sonido brillante de las tardes, los días azules. Si tuviera que ponerle a este recuerdo un inicio, diría que todo empezó una noche cualquiera de un enero cualquiera. El Madrid aparecía por el callejón esa noche, herido en un costado a pesar de liderar la clasificación. Todos los aficionados llevaban en su razón la quemadura de un 5-0 recibido pocos meses antes. De aquella afrenta yo consigo percibir el paso de claqué de Romario sobre nuestros egos, pero poco más.

Ese enero mi padre llevó a cabo su ritual y yo dejé de crecer durante noventa minutos. Me hubiera gustado que se detuviera el tiempo aquella noche, quizás cuando Zamorano, aquel chileno de rostro araucano, iba abriéndose paso en mi memoria a golpe de machetazo. Para cuando el Barcelona quiso defenderse, el escudo del Madrid ya bailaba sobre su cadáver. El equipo le había devuelto el 5-0 a su eterno rival mientras el crío que protagoniza este texto escuchaba con los párpados húmedos cómo las mocitas madrileñas se quedaban para siempre con él. Yo no lo sabía, pero aquel era el inicio, el lugar adonde mi padre, yo y todas nuestras manías se encontraban dos veces al año. Al fin y al cabo, me dije, este camino de vuelta sí lo conozco.

«Mi padre llegará pletórico al Clásico», pensé mientras Asensio esculpía oro con el cuarto gol



Cuando descolgué el teléfono a principios de semana ya sabía perfectamente quién se encontraba al otro lado. Isco acababa de colocarle una camisa de seda a un balón perdido en Gijón, por lo que pude notar que la voz de mi padre se mostraba especialmente confiada. Tranquilo, el domingo estoy allí. Antes de recorrer los ciento y pico kilómetros que hoy nos separan, dio tiempo a que el Bayern llegara al Bernabéu con su olor a historia y su sombra alargada. Por allí se pasearon Xabi Alonso y Ancelotti, con ese porte de Clemenza y Tessio en El Padrino: no me importa que me descuarticéis, les hubiera gritado. Ya me habían conmovido los viejos soldados cuando Cristiano Ronaldo me devolvió la vista al horizonte. Hay quien se empeña en ver el talón muerto de este Aquiles portugués, pero Ronaldo vive para siempre en Troya, y seguirá matando mientras el reloj mueva el segundero. Mi padre llegará pletórico al Clásico, pensé mientras Asensio esculpía oro con el cuarto gol.

Llegué ayer a casa de mis padres con la sensación de que también una noche cualquiera. Ya no estaban Del Toro y el Buitre, pero todo pasa y todo queda, debí decirle a mi padre mientras le abrazaba. Lo que ocurrió después sigue siendo literatura. El Madrid luchó, como luchará cuando no estemos, pero poco más. A medida que ese diez que ya dura demasiado iba lapidándonos, mi padre desencajaba un poco más su rostro repleto de arrugas. El partido transcurría como transcurre una ruleta rusa: el cargador del revólver gira, silencio hasta que la bala se aloje en la sien. Con Casemiro y Ramos fuera del partido, el Madrid perdía el alma pero no el corazón, que latía bajo el ritmo de James. El colombiano colocó la pierna en el mismo lugar que mi padre la garganta, y sonreí al ver que su sonrisa seguía peleando. Marcelo, que sigue dándome mucho más de lo que me quita, soltó a la bestia y ahí todos ahogamos la voz. Esta vez el heroísmo se perdió a mitad de camino. La sensación de haber soltado un asa del trofeo todavía nos atenazaba cuando mi padre se acercó y me azuzó el pelo. Durante aquel gesto sentí que, quizás, el tiempo sí se había detenido aquel enero. Todo pasa y todo queda, debí decirle a mi padre al abrazarle antes de salir de casa. Cerré el portón dispuesto a recorrer de nuevo los ciento y pico kilómetros que nos separan de la familia. La ventana al pasado. El camino de vuelta.


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