A la salida de Once Upon a Time in Hollywood constaté algunas de las sospechas que más he rumiado en los últimos meses, siendo dos las más importantes: una, que nada volverá a ser nunca como antes y dos, que a la nostalgia le sobreviene una decadencia figurativa atroz. Durante la película ya había percibido, en las autorreferencias y el compás lacónico de Tarantino, que nuestra representación del mundo que habitamos condensa el drama y ese instinto de supervivencia que acompaña a la tristeza. Pero no fue hasta el final después del final, cuando DiCaprio se despide en la escena post créditos con un anuncio de la marca de cigarrillos cliché de Tarantino, cuando encontré las piezas. Parte de la sala ya estaba fuera, respirando aire inusualmente frío de agosto, como recuerdo animado de una tormenta breve pero eficaz. Otra parte descendía las escaleras, animada y presumiblemente conforme: Once Upon a Time in Hollywood es continuista en la obra de su director, de hecho no pierde ocasión de homenajearse, y el virtuoso cierre de la película había elevado la irregular experiencia inspirando no pocas risas y algún aplauso aislado. La felicidad, a 161 minutos de distancia. Tenía bastante claro que la película había satisfecho lo que el numeroso público de miércoles esperaba hasta que al despedirme me crucé con cuatro chicas jóvenes, adolescentes, tan indiferentes como les correspondía por edad, que habrían encajado en el rancho Spahn a la perfección. Pantalones cortos, tops, sudaderas anchas hasta las rodillas, bisutería no muy extravagante pero asumible, y los cuatro móviles encendidos ya como apéndices corporales. Y una confesión audible: «tía, no he entendido nada».
#OnceUponATimeInHollywood Como en anteriores películas de Tarantino, la mujer es un narrador omnisciente TUITÉALOHabían entrado las últimas a la sesión, apestando a tabaco, justo para los créditos de apertura. Llegando al coche me pregunté qué esperaban entender. La rapsodia del actor venido a menos era lo suficientemente clara: también la lucha del especialista -un buen eufemismo para cualquier working class hero– por mantener el control de su vida a cambio de sacrificar distracciones de ocio, rechazando el compuesto homo ludens que de hecho empieza a explotar a finales de esa década de los 60 (y cuya expresión sádica radica precisamente en las seguidoras de Charles Manson). Sobre el papel de Margot Robbie se ha escrito mucho y casi todo mentira: sexista, banal, transparente. Como en anteriores películas de Tarantino, la mujer es un narrador omnisciente. La despreocupación de Sharon Tate representa la sublimación del tedio, la controversia. Esta generación que con tanta fuerza abraza la imaginería decadente y que se ha recostado en un mundo que ya parece no pertenecerles y sobre el que no quieren aplicar responsabilidades no puede entender un lanzallamas como metáfora de lo que permanece en la vida que corre, porque ellos van más rápido. Ellas también. En Los Angeles están ambientadas tres de las películas más depresivas de la década: Her (2014), La La Land (2016) y Under the Silver Lake (2018), todas con el reclamo vivo de lo anterior, del abuso y lo incondicional de la decrepitud: pasión fría, sueños desgarrados, necesidad, degeneración y perversión. Once Upon a Time in Hollywood es una película más triste de lo que quiere aparentar en la medida en que, sí, es un cliché: pero es el cliché regular del ubi sunt, los días pasados y el desahogo frente a lo inmenso y misterioso. Peor aún si eres bipolar y alcohólico. Para las fervientes adolescentes que no entendieron nada, la vida es un deber y disfrutar, un privilegio. Como lo es, de hecho, para Tarantino.