Pareciera al borde de la retirada y aún no ha cumplido los 31. Quizá tenga que ver en esta sensación cósmica de semi abandono que Thomas Müller perdiera el favor de Joachim Löw en la selección alemana hace ya año y medio, una decisión que el futbolista campeón del mundo obviamente no compartió. O la forma en que los jugadores del Bayern de Múnich nos han acostumbrado durante décadas a cierta perpetuidad monocorde, algo en lo que obviamente tiene mucho que ver la leyenda negra que históricamente ha acompañado a los equipos españoles en sus cruces con los alemanes. De Schwarzenbeck a Kimmich pasando por Effenberg.
Cuando abrió el marcador en el 2-8 al Barcelona, muchos recordaron que Müller sigue en activo. Lo cierto es que sin ser nunca un goleador nato roza los 200 en doce temporadas en el primer equipo y que pese a contados altibajos deportivos, siempre ha celebrado entre quince y los veinte goles de media, algo nada despreciable para un futbolista aparentemente normal, sin habilidades espaciales que lo vayan a colar en la Historia de este deporte. Un atacante difuso, y por eso, paradójicamente, de una utilidad aplastante para todos sus técnicos: de segundo punta, delantero o en banda. Pocas voces, poco relato, poca épica. A cambio: 12 años en la élite, 38 goles internacionales y 24 títulos.
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Müller es el penúltimo de esa escasísima raza de goleadores que no destacan pero tampoco fallan. Es en cambio un sacrilegio, como se ha hecho, ponerlo a la altura de Raúl González o Van Nistelrooy, que sí sobresalieron en oportunismo, colocación, remate, técnica y olfato. Particularmente Van Nistelrooy, quien durante su época en Inglaterra solía sacarse goles de la manga arrancando por potencia, driblando, tumbando defensas, golpeando al ángulo. Luego se hiperespecializó en goles raulescos de oficina, pero aun así un rápido vistazo a los logrados en su primer año en Madrid (ya con 30 años) demuestra que no era precisamente un nueve de empujarlas.
La virtud de tipos como Müller es que su inefabilidad es casi hereditaria y folclórica, una fiabilidad tan redundante que ha sido asumida como patria común del fútbol alemán, donde hace ya mucho tiempo que la creatividad (Reus, Götze, veremos Havertz) goza una vida asombrosamente corta. Hasta Ballack tuvo que bajar al mediocentro para que sus imponentes cifras cerca del área no condicionara la prensa de sus últimos años. Y se salvó. Desde aquel maldito Bayern que eliminaba al Madrid regodeándose en ruedas de prensa -con el feliz impasse de las noches felices de Geremi y Anelka– no olía Europa (ni siquiera con el título de 2013) un equipo tan alemán como el que ha destrozado el Corán del Barcelona y el Messi al que rezaban los culés. Y Müller, el narrador que lo explica, ni siquiera es su estrella ni su mejor jugador. Así de drástica es su esencia.