Una de las tendencias de ocio que más se ha popularizado en los últimos años ha sido el fenómeno de las series de televisión. La irrupción de canales especializados por cable y sobre todo vía internet ha disparado el consumo de este formato audiovisual que ha ganado en calidad pero también en versatilidad al ofrecer una gran libertad de visionado. El número de series se ha multiplicado hasta cifras inabordables, incrementando, a su vez, el grado de exigencia para ganarse al espectador. Los factores que llevan al público a abordar una serie y posteriormente a fidelizarse con ella son variados, siendo los más destacados la participación en el proyecto de grandes estrellas – no solo actores sino también directores o productores -, la garantía que otorga el prestigio de ciertos canales, la magnitud del presupuesto que suele repercutir en la promoción, alguna propuesta innovadora – ya sea técnica o argumental – o el impacto de la misma en las redes sociales.
LAS SERIES EN THE LAST JOURNO
No obstante, la fórmula que agrupa a todas estas circunstancias tampoco garantiza ningún éxito. The Leftovers ha sido probablemente el acontecimiento más destacable del ámbito seriéfilo en los últimos años. La producción de HBO que contaba de inicio con el liderazgo de un showrunner como Damon Lindelof -creador de la celebérrima Lost– y de Tom Perotta -autor de Ascensión, la novela en la que está basada la serie- proponía un guion intrigante en torno a un hecho paranormal: la desaparición, sin rastro ni razón aparente, del 2% de la población mundial. Pero que la interpretación, por parte de un elenco tan amplio como sugerente, resultara especialmente brillante, la puesta en escena supusiese un continuo alarde de eficiencia y originalidad y el elogio de la crítica fuera unánime, no ha impedido que la serie, ya concluida tras la emisión de tres temporadas, haya sido claramente ignorada por la audiencia.
La desproporción entre los méritos y la escasa recompensa no debe sorprender a nadie. The Leftovers ha sido calificada como una intensa experiencia – o experimento – emocional, una serie que – lejos de ofrecerte entretenimiento mientras te acomodas en el sofá – te zarandea y te sacude hasta alterar tu estado de ánimo. La serie requiere de un compromiso por parte de un espectador que, a las primeras de cambio, se siente incómodo por el tono lacerante de la primera temporada, pero que de aceptarse te sumerge en un delirio ambivalente – doloroso pero a su vez embriagador – del que, llegado a cierto punto, ya no puedes escapar. Superar el rubicón de los primeros cuatro capítulos determina si huyes despavorido o te conviertes en un adepto.
El ser humano vive determinado por la amenaza de su propia desaparición, la muerte, así como por la impotencia por la ausencia de respuestas ante la misma
Lo primero que desconcierta en The Leftovers es que ante un suceso inexplicable – la desaparición de 140 millones de personas- pronto se tenga la certeza de que el misterio no supone el objeto de la trama y que, por tanto, lo más probable es que nunca vaya a ser desvelado. Lindelof parece intentar enmendar la fallida resolución de Lost –otra serie que mostraba unos personajes desorientados por un enigma- y cuyo final propició una avalancha de críticas. El argumento, en esta ocasión, se centra en la reacción de los supervivientes ante lo sucedido. Pero pese a la ausencia de respuestas, aunque los hechos se sucedan, en muchas ocasiones, de forma desconcertante o los personajes se muestren tan perdidos como tú -o precisamente por ello mismo- terminas por reconocerte en este viaje a ninguna parte enrolado como un pasajero más.
La angustia de The Leftovers no deja de ser la inherente a toda persona. El ser humano vive determinado por la amenaza de su propia desaparición, la muerte, así como por la impotencia por la ausencia de respuestas ante la misma. El existencialismo ha sido, a lo largo de la historia, una fuente de gran inspiración en múltiples disciplinas. Novelas como La Náusea de Sarte, La Peste de Albert Camus, la obra cinematográfica de Ingmar Bergman o de Andrei Tarkovsky o la pictórica de Edvard Munch o Francis Bacon están marcadas por este pálpito.
Las pautas de los personajes de The Leftovers son una réplica de los de nuestra vida cotidiana. Hay quienes recurren a todo tipo de fe para amortiguar su pesadumbre; otros que prefieren diluirse en algún grupo sectario -o identitario- como clones inanimados que en ausencia de vida propia aspiran a poder dejar de sentir; como también hay quien se muestra escéptico ante cualquier alternativa y prefiere rendirse ante lo inevitable o algunos pocos que, por el contrario, encaran la incertidumbre como un reto, en el que deciden participar como si se tratase de un juego en el que todavía pueden ganar.
El dolor por la pérdida de tus seres queridos, el sentimiento de culpabilidad por haberte salvado o el miedo a lo imprevisible son diferentes variantes emocionales que en The Leftovers se manifiestan con crudeza, azuzadas por una magistral banda sonora -compuesta por Max Richter- que induce por sí sola, casi de forma hipnótica, a estados de tristeza profunda.
Aunque la primera temporada resulta dura – tanto por la pena suscitada como por la ausencia de un hilo conductor definido – el ritmo de la serie en ningún momento desfallece. The Leftovers es como una atracción que lo mismo traquetea con parsimonia que de repente se acelera frenéticamente. Se alterna de la lentitud del dolor que casi no avanza, a la velocidad del miedo que te desboca. El planteamiento narrativo transgrede las convenciones con continuos flashback y giros argumentales. Los cambios continuos de perspectiva establecen una visión poliédrica que, con el transcurso de los capítulos, confiere a los personajes un volumen difícilmente alcanzable desde una proyección lineal.
Porque si algo garantiza The Leftovers, en todo momento, es sorpresa. Cada temporada posee una estructura diferente, se desarrolla en escenarios distintos y hasta la realización tiene su propio perfil. La primera transcurre en la localidad ficticia de Mapleton – estado de Nueva York – y gira en torno a un par de familias de las cuales emergen los dos grandes protagonistas de la serie: por un lado los Garvey, encabezados por el jefe de policía Kevin (Justin Therouxy) y por otro los hermanos Jamison, entre los que destaca Nora (Carrie Coon), una mujer que perdió a todos los miembros de su familia -esposo y dos hijos- durante la Marcha Repentina.
La segunda temporada se traslada a Jarden, una localidad rural de Texas, a la que peregrina una muchedumbre -entre ellos los personajes de la primera temporada- por su condición de «pueblo milagro», al no haber contabilizado ninguna partida el día fatídico. En esta segunda entrega, The Leftovers cambia su atmósfera lúgubre por un clima de redención y esperanza, la historia se vuelve mucho más coral -explicada desde el punto de vista de un personaje diferente en cada capítulo- y sobre todo gana en claridad y dinamismo. El octavo episodio, International Assassin, es una joya rebosante de acción, fantasía e intriga al más puro estilo Matrix.
La tercera parte que se recrea en Australia -la exótica y la urbana- es una cuenta atrás hacia el Apocalipsis. En esta última fase, que adopta como guía a Nora, se retoma la esencia emocional del inicio de la serie pero sin perder la frescura y hasta la ironía de la anterior temporada. Había mucha expectación por ver como Damon Lindelof superaba la reválida de Lost con un final -no vamos a hacer spoilers– que se antojaba igualmente complicado. Pero esta vez sí, no solo consigue cerrar la historia, de forma sencilla y convincente, sino que logra lo que casi nadie hubiera, ni tan siquiera, imaginado: que los espectadores se despidieran, de esa lucha consigo mismos durante tres años, con una sensación de paz y una sonrisa.
La audiencia nunca le concedió su favor, pero de The Leftovers merece ser reconocida como una de las mejores producciones televisivas de la última década. Una verdadera serie de culto.