Terrores reales del periodismo español

Teddy Kelley Unplash

Ser periodista hoy es andar de puntillas, llevar masticada la disculpa, perderse en vagones de alimañas cada mañana. Una satisfacción espontánea ejercer de tal junto a un mundo que no se detiene y que te exige sin tiempo para detenerse a conocerte; una mueca y un crujido. Apartado. Insultado. Consecuentemente, el periodismo pasa por uno de sus peores momentos por activa y por pasiva. Lo sabemos. Lo lamentamos porque tenemos al alcance las herramientas que han inventado para nosotros. Curiosamente, los terrores fríos del periodismo actual en España no pasan precisamente por enfrentarse a la profesión sino por perderla de vista: desempleo, visibilidad, autocensura. Miedo, como dice Iñako Díaz-Guerra (El Mundo), «a acabar creyendo que la respuesta es el periodismo para periodistas, el de la palmadita en la espalda en Twitter». Inquietud que comparten compañeros a quienes unen lazos más estrechos de lo que creen, un habitual tabú en la profesión. «Me inquieta que despreciemos al lector medio, que olvidemos que se puede hacer buen periodismo para todos los públicos. Que, rodeados de Torrentes, en vez de ser Spielberg nos empeñemos en ser Haneke. Y nos quedemos solos».

La soledad es una pesadilla recurrente. A María Díaz Valderrama, corresponsal de EFE y El Mundo en París, le aterra «la falta de independencia de todos, especialmente de los que claman ser independientes». Que son legión. «De los discursos utópicos y de que recordarles a algunos que te gusta escribir pero también comer sea encabezar una revolución». Ruth Martín, quien hace carrera de colaboradora (GQ, Cosmopolitan, Esquire…) en México tras fallar buscando su lugar en España, alarga la sensación: «Si no te ven, no existes. Tengo miedo a volver a España y que nadie se acuerde de quién soy. Todo el mundo te mide por el medio al que representas». Un temor muy compartido es el de caer en un pozo y no salir. O tener que hacerlo a la fuerza con lo que ello conlleve y todavía tener que esperar a la vuelta insinuaciones, cuando no acusaciones, de que estás vendido. A quien sea. Hoy será uno y mañana otro. Por eso escribe Antonio Valderrama, autor de Hombres Armados, que ser periodista es «vadear un río peligroso que lleva demasiada agua, hacer un trabajo pesado, oscuro, ingrato y siempre sucio porque pocos quieren la verdad sino confirma su cosmovisión con la autoridad del sesgo impreso y con firma en las páginas de un periódico». Nos ha calado esa desaprensiva presión externa.

Si no te ven, no existes (…) tengo miedo de volver a España

Al respecto: «Me gustaría tener miedos románticos, como un ministro furioso o un empresario del Ibex aficionado a los sicarios», responde Jorge Bustos. «Pero estos poderosos ya son mucho menos temibles de lo que cree Pablo Iglesias». A cambio, Jorge enfrenta una sombra también reiterada: «El miedo al propio conformismo: a dejar de decir un día lo que uno piensa no porque no le dejen, sino porque ya no piense». Esto lo percibe igual la mayoría, aunque no todos le dan prioridad. El mismo Antonio Valderrama, sin ir más lejos: «Temo no ser honesto, deshonrar a la verdad. Temo la pereza, el mayor enemigo en la búsqueda de la verdad». Hughes (ABC) prolonga este discurso: «Además del miedo torero de la coplera que somos todos, tengo miedito al ridículo, al lugar común, la autoridad, el hambre, al blog e incluso, como antesala del hambre, a los trolls terribles y un nuevo miedo-miedo al nuevo qué dirán». Para nada una batalla menor en tiempos de competencia desleal y público menos objetivo que nunca: «Es el miedo provocado por herir a algún colectivo, minoría o sensibilidad en carne viva».

El camino que ha tomado el periodismo en España -y no vamos a engañarnos, también en el resto del globo al menos en lo que respecta al tan temido y tan bien definido periodismo de masas-, acuna desconfianzas serias. «El miedo a la desconexión de la realidad», dice María. Lola Hernández, ahora en FOXSports México, cincela la respuesta: «El único miedo que tengo a día de hoy es que nuestra profesión desaparezca, que nos convirtamos en meros portavoces». Alguno replicará con inquina y con una tasa variable de razón si no hemos llegado tarde a esta profecía autocumplida. Gonzalo Vázquez quiere llegar a tiempo: «Si la desafección de la gente es el resultado normal de que el dinero mande en una profesión cada día más vendida al entretenimiento en sus peores formas, me aterra que llegue el día en que nadie eche de menos el periodismo porque nadie recuerde ni qué era ni por qué importaba de verdad». Asiente en lo formal una Marta Robles que también viene de vuelta de este viaje a la fábula del cuarto poder: «Mi único miedo es que deje de interesarme ser periodista. Que la información deje de apasionarme como el primer día». Y Antonio Valderrama percibe otra amenaza personal que se imputa a menudo al nuevo periodismo: «Ningún camino más tentador que el de la ficción para relatar los hechos, única misión, por más que no guste a los propios periodistas, del oficio periodístico».

Foto: Simon Wijers
Foto: Simon Wijers

Los traumas van aparte. Las alucinaciones ubicuas durante el ejercicio de la profesión, precisamente por esa baja tolerancia al error que la audiencia y parte de quienes deciden sobre nuestras carreras suelen abonar. A Lola, por ejemplo, le da miedo que desaparezca el periodismo pero es otra cosa la que le sobresalta en las noches largas: «Llegar tarde a un directo, perder un avión. Los miedos de hace más de veinte años han desaparecido con la experiencia, aunque he tenido suerte y no recuerdo haberme quedado en blanco. Ni he sufrido ningún tipo de presión externa que condicionara mi información”. No es la única que recela del maquinismo: «Yo me eduqué como periodista en la radio, y los radiofónicos compartimos una pesadilla. No conozco a uno solo que no la haya tenido», arranca Rafa Latorre. «Te encuentras en la redacción y están a punto de darte paso, pero algo te impide llegar al estudio, el tiempo avanza, suenan las señales horarias y no eres capaz de encontrar el camino, o la impresora no funciona, no sabes lo que tienes que decir o estás encadenado a la silla». Y es cierto, pude corroborarlo en primera persona -aunque no me dio tiempo a descubrirme poseído-, que como dice Rafa, «las señales horarias tienen algo de campanilla de Pávlov». Incluso alude a una escena de The Wire: «El miedo al error impreso es un miedo muy real y que me presenten al periodista al que alguna vez no le haya asaltado». Aunque todavía turban más las personas. A Eva María Prieto, por ejemplo, le transmiten un particular horror las fuentes: «Nuestra relación con ellas es compleja: las usamos y al mismo tiempo nos usan».

Las señales horarias tiene algo de campanilla de Pávlov

Hay quien se lo lleva, con aparente y sobrada causa, a lo personal: «Tengo miedo a los que irrumpen en mi móvil tratando que entienda que porque me digan que son periodistas, o que estamos conectados en una red social, tenemos algo en común más allá de la profesión». Este es el genuino horror que atenaza a una Celia Blanco que no digirió del todo bien que la abordara en distinto tono por dos vías de contacto distintas. Hicimos las paces al final: otra de las amenazas comunes en el periodismo es la de dejar puertas sin cerrar. O sin abrir. Vivir a cuestas con un encontronazo y no superarlo. A mí me ha pasado. Creo que aún me pasa. Pero como dice Rafa Latorre, «el periodista, como cualquier artesano que exhibe su trabajo, debe aprender a convivir con cierta ansiedad». Y evitar obsesionarse. Que le pueda el protagonismo. «El día que los miedos mundanos sean tan latentes como la ansiedad por un posible error o por la hora del cierre, me dedicaré a otra cosa. Más lucrativa, a poder ser», supone. Ruth Martín revela un miedo razonable en un plano tangente: «La sensación de no saber si uno lo hace bien. En cada etapa que se inicia y cada reto, vuelve la pregunta de si serviré, quizá por el contexto periodístico que hemos vivido y se vive en España». Que nos está abocando a muchos, añado, a replantearnos todo casi cada mañana.

Pero si existe un monstruo contra el que el periodismo español quiere luchar con cierto ánimo de venganza, ese es sin duda el desempleo. En periodismo hay muchos periodistas que no ejercen porque no encuentran dónde. O porque les trae más cuenta hacer cualquier otra cosa. El periodismo no es un oficio rentable, pese a lo que la figura de los contados licántropos de la profesión pueda arrojar sobre el grueso de la población que no tenga a mano un informador a quien aguantar las lágrimas.«Dudo que el periodista tenga miedos distintos a los del humano común. El primero, a perder su trabajo: es un miedo comprensible en esta edad incierta del periodismo postindustrial», dice Jorge Bustos. «Miedo a quedarme sin trabajo y no ser capaz de encontrar uno de periodista», recela Ramiro Aldunate, de marca.com: «No sé para qué más valdría». María Díaz Valderrama da pistas más concretas en esta dirección, aunque del mal del periodismo español estemos todos convenientemente informados: «Seamos realistas, eso sigue siendo lo más importante. Hemos pasado del derroche a no querer pagar por nada y aceptar miserias por trabajos que exigen atención las veinticuatro horas. Tampoco seamos tontos. Nos puede el ego y la falsa competitividad. Parece que trabajemos para que el de al lado no destaque en lugar de para ser mejores, en solitario y como gremio». Pero que nadie se lleve a engaños. Todavía estos pánicos se conjugan en un único sentido, que apunta Iván Castelló: «Me da miedo que en esta profesión, como en la vida, sigan ganando los malos».


Gracias sinceras a los 14 periodistas que han accedido a participar en este artículo, cuya ronda de colaboraciones sondeé por primera vez por diferentes vías el 16 de septiembre. Por orden de respuesta: Iñako Díaz-Guerra, Jorge Bustos, Ramiro Aldunate, Celia Blanco, Antonio Valderrama, Lola Hernández, Eva María Prieto, Ruth Martín, María Díaz Valderrama, Hughes, Gonzalo Vázquez, Rafa Latorre, Iván Castelló y Marta Robles.

Foto de portada: Teddy Kelley

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