Inmersos como estamos en plena era redefinición de la más esencial de las relaciones intraespecíficas -la familiar-, no es de extrañar que ésta sea precisamente la primera piedra de toque del nuevo centro ideológico global. Atacando a la familia, su valor universal y reestructurando -o anticipando- su impacto en el resto de relaciones sociales, la ciencia política puede fácilmente instaurar un nuevo orden desde dentro, alimentando una estructura parasitaria que fuera socavando las certezas naturales a partir de la maleable e imprudente disposición de los especímenes más jóvenes, inevitablemente alejados de la tradición. Todos querríamos fingir que nadie logrará nunca interponerse entre nosotros y los nuestros, pero la verdad rampante del mundo que transitamos es que el proceso lleva años en marcha y únicamente podemos sentarnos a recoger las pruebas inequívocas de que sus efectos son irreversibles.
Por supuesto, la ciencia política hegemónica se sirve de numerosos medios -pero fundamentalmente los de difusión y producción- para consolidar este orden diseñado en círculos concéntricos de socialización que en ningún caso afecta directamente a las élites. Mientras todos los ordenes inferiores discuten lo banal y continuan enfrascados en batallas absurdas del tipo «¿son esenciales las mascarillas en exteriores para contener la propagación de un virus en su fase última de viralidad?», la ciencia política anclará los puntos para incentivar la participación ciudadana en todo lo que no importa, alejándolos del centro mismo del pensamiento y la autocrítica. En el momento en que un ciudadano otorga a un verificador el papel que de hecho le corresponde a los propios medios de comunicación, ya está asumiendo su derrota reflexiva.
Todos los miedos a los que apela el totalitarismo están fuertemente acentuados en esta época
Y de todo esto únicamente se puede inferir que el proceso es implacable y que la verdadera disidencia es una ilusión. No ya porque los ponderables de agenda queden lejos de la acción individual, que también y por descontado: sino porque paulatinamente el mismo concepto de revolución social va perdiendo valor a medida que ese rediseño de las relaciones concéntricas entre semejantes se aleja de ese núcleo de reactividad y acción. Todos los miedos a los que apela el totalitarismo están fuertemente acentuados en esta época y una vez que los medios de difusión han decidido alinearse con ellos, la más inmediata de las alternativas es asumirlo y gozar del último paseo hacia lo que anteriormente conocimos como libertad.
Me serviré del ejemplo más reciente: la atroz campaña mediática para gobernar una ciudadanía secuestrada por temores infundados que anulan todo impulso de razonar. El episodio de las colas en las farmacias y centros de salud -lógicamente colapsados, en una perfecta profecía autocumplida- para someterse a pruebas no concluyentes para detectar la covid-19 que valide una reunión o cena familiar ha dotado al poder político de una inestimable cámara de aire entre sus privilegios y las necesidades más básicas de la chandala que gobiernan: la de socializar.
La consecuencia de esta inquietud de neurosis colectiva ha sido la actualización del BOE que recupera las mascarillas al aire libre, quizá la prueba homeopática más clara de nuestro tiempo. Esta verbena no sólo ha reactivado el temor social a los repuntes y la muerte: también ha provocado que en los núcleos familiares se recrudezcan las disputas, traiciones y desavenencias espoleadas por la única presencia mágica de la duda. Siguiendo el razonamiento primero, una familia fracturada por la desconfianza es una familia extraviada en Navidad, celebración de cuya naturaleza sabemos lo suficiente como para entender que nada de esto es casual. Ahora en Nochebuena ya puedes elegir entre sentar a tu mesa a un palmero o un negacionista, a un monigote orgullosamente acientífico o a un facha. Pero ya sabéis lo que se dice de los fachas, y no querréis estar presentes cuando os recuerden que la razón es el bien social principal a defender.