Antes de que el Atlético de Madrid se arrimara a la confortable y popularísima tonadilla de los valores -llevándose a los más descreídos de todo cuanto Simeone ha hecho por el club desde 2010-, el club sustentaba su capacidad en lo ventral, la casuística bélica que desmantela proyectos y plantea competencia. Todo esto fue Diego Godín desde el principio, uno de los pocos que siguen desde el primer título del Cholo y único «intransferible» de toda la plantilla junto a Koke en palabras del técnico en 2015, cuando el uruguayo -que renovó dos meses después hasta 2019- defendía como ninguno el orgulloso y sutil gusto por la destrucción. Firmado para Quique Sánchez Flores, acabó siendo como ningún otro el hombre de Simeone. No en vano el central se hizo pronto con el puesto, siempre en compañía de algún figurante que lo ayudara en las coberturas. Godín nunca ha sido especialmente rápido ni especialmente limpio, pero como muchos de su género, sí ha destacado por una original y necesaria inteligencia sobre el césped que de cuando en cuando ha alternado, con la venia de los perseguidores, con la agresividad desmedida que el mismo Simeone grababa en sus rivales cuando jugador. Se han adaptado tan bien que ningún otro futbolista colchonero, quizá a excepción del mencionado Koke, le ha sido tan útil al Cholo en su proyección deportiva durante este lapso hostil que parece boquear a expensas de una última decepción.
La llegada de Godín permitió al Atlético deshacerse de Ujfalusi, y en 2011 llegó Joao Miranda. Formó junto al brasileño una de esas parejas clásicas, asignadas para enfatizar la dimensión de un proyecto, nada menos. Fue así durante mucho tiempo: se recitaban de carrerilla, se corregían sin tiempo ni espacio para fórmulas de cortesía. No es fácil en el fútbol de élite asociar dos centrales tan complementarios: Miranda, distraído en la marca, era veloz y frío. Godín templaba, haciéndose ya el músculo de capitán. Ninguno de los que pasaron por su lado lograron desperezar la honesta red que habían tendieron por delante de sus premiados porteros, que además también era prolífica en campo contrario. Difícil de pasar será el cabezazo con el que Miranda dio al Atlético la Copa de 2013 ante el Real Madrid de Mourinho en el Bernabéu. Pero en 2014 ocurrió Lisboa. Godín ejercía ya descaradamente de líder original y hasta se permitió dos goles importantes -uno, el del Camp Nou, con final feliz para los suyos y agrio para la letanía bicéfala; el otro, en la final de Champions, invitado por la decadencia de Iker Casillas-. Para un central celebrar goles propios es, por lo general, algo tan extraño que debería ser noticia en casa siempre, tal es el impopular egoísmo del fútbol. La temporada siguiente fue aciaga y además fue asomando un Giménez multiusos que todavía no gritaba.
Y llegó el Inter. En 2015, Miranda salió rumbo a Italia y nunca volvió a ser el mismo que los atléticos disfrutaron y canturrearon esos cuatro años seguidos. Cuando Simeone lanzó la llamada de auxilio a la directiva por Godín, cualquiera diría que estaba planteando en realidad un ultimátum: sabía que su Atlético dejaría de pertenecerle si se iba el charrúa. Y eso que aquel mismo verano cogieron la puerta, por citar tres, Arda Turan, Raúl García y un Mandzukic de cifras respetables en su único año en Madrid. Godín pactó con sangre y se agigantó ante el paso atrás deportivo de líderes tipo Gabi o Tiago, golpeado en la enfermería. La llegada de Savic alivió el prurito atrás, pero sin casi tomar medidas, el Atlético ya tenía en su central indispensable al verdadero eje de su defensa. Y no es poco, teniendo en cuenta que el mejor ataque colchonero con Simeone fue siempre esto mismo (de ahí la importancia de los laterales largos y en forma, de Filipe y de estudiar soluciones para la derecha). Godín no ha necesitado nunca del sermón populachero porque todo cuanto encarnó desde que posó por primera vez con la rojiblanca es todo cuanto el hambre de Simeone, sostenida en su intensidad, requirió para hacerse nombre. Godín es futbolista, no predicador: por eso bracea apuntando con los codos en todas las direcciones, no dispensa disculpas a las heridas de guerra, minimiza la genealogía de la moral atlética en la derrota y sostiene, parece que a la pata coja, todo cuanto el Atlético ha sido estos años y sugiere dispuesto a olvidar.