Días después de conocerse que doblaría el gasto anual en publicidad institucional, el PSOE celebró el Día del Periodista reclamando un «periodismo libre, sensato y profesional», que es precisamente lo último que necesita. Su principal socio en el gobierno, Podemos, es un partido públicamente enfrentado con la libertad de prensa y si de Pablo Iglesias dependiera sólo existirían TVE, los digitales precarios de agitprop -incluyendo el Última Hora de Dina, un Onlyfans para muy ideologizados- y LaSexta si renunciara de una vez por todas a la peligrosa costumbre de fingir pluralidad integrando críticos en prime time de cuando en cuando.
» La contracultura gira hacia la derecha
El debate sobre del espacio público que ocupan gobierno y oposición en los medios va bastante más allá de la pugna cultural. Lo que tradicionalmente se ha llamado derecha en este país -una etiqueta generalista y caricaturesca para la resistencia al totalitarismo de izquierdas- vive una congoja monacal especialmente inspirada en la clandestinidad de las redes, que se han convertido en el espacio prioritario de atención de los censores. Toda la producción informativa que tradicionalmente asociaríamos a una derecha es sin embargo notoria, aunque arrinconada por el momento audiovisual del progresismo rampante, que batalla la verdad con denuedo. Y tampoco es algo nuevo, aunque oleadas de activismo y tremendismos estructurales lo conviertan en un desafío actual.
El estado de opinión en España se resume fácil en el episodio de Matías Prats, tendencia por mencionar el número de muertos de más que ha registrado el país desde el pasado marzo (más de 80.000, pronto 90.000) en su espacio en Antena 3 -del grupo Atresmedia, conocido así desde 2013 como resultado de la fusión con el grupo de inversión de LaSexta en 2012-. El Gobierno -que congeló tres semanas las cifras justo antes de la temporada de verano- sigue sin reconocer esa diferencia de fallecidos, que Fernando Simón en su día dijo que no era posible atribuir al coronavirus porque podían haberse debido «a un gran accidente». Así que simplemente mencionar el dato desató la polvareda de críticas, con la connivencia de los nuevos poderes fácticos en manos de oligopolios de expresión, como si los datos fueran por sí solos una amenaza, que lo son. Por eso Sánchez ha tijereteado la competencia en transparencia de su Gobierno.
Celebrar un rato cada 24 horas de Vicente Vallés sigue siendo lo más parecido a salir a dar un paseíto al patio de la cárcel
España va a cumplir un año subida a la grupa de Vicente Vallés y de contados espacios en Antena 3, como garantes de una pluralidad que en el mejor de los casos está calculada y concedida por cuotas. Que el informativo de Vallés compita de tú a tú con el de Telecinco en su franja horaria da una idea de la magnitud de la pluralidad real en los hogares españoles -al menos los que tienen audímetro…-, algo que en el espectro de la ciénaga digital, y también en el ruido de las calles, apenas resiste comparación. Cada minuto de Vallés desafiando la verdad oficial (los hechos alternativos) es reivindicado por la derecha como una victoria anecdótica mientras el rodillo del progresismo pasa sin preguntar por encima de cualquier escala de valor, no digamos ya del análisis político. Celebrar un rato cada veinticuatro horas sigue siendo lo más parecido a salir a dar un paseíto al patio de la cárcel.
La estrategia del Gobierno y sus satélites de embarrar el debate público da resultado por agotamiento. No existe en España nada ni remotamente parecido a una derecha de opinión hegemónica, si pensamos en ello como pieza conviviente de un foro en igualdad y no de un continuo escudriñamiento a las mentiras habituales de la extrema izquierda. Pablo Iglesias -vicepresidente y ministro del actual Gobierno- puso en la diana a Vallés por piezas descriptivas en las que se repasa la hemeroteca, abierta y al alcance de cualquiera, que desnuda las prisas de este conglomerado ideológico por concentrar el poder y la comunicación. Fue cuando defendió naturalizar la crítica y el insulto, en lugar de condenarlos -aunque fuera entre dientes-, que es lo que correspondería en su posición a alguien encargado de velar porque los estándares democráticos no sufran.
El periodismo de hemeroteca es generalmente despreciable porque no ahonda ni añade contexto a lo que suele denunciar de forma muy efectista y marrullera, pero también es el vistazo más transparente que el ciudadano puede echar al proyecto político que está llamado a trabajar para él. De ahí que en los últimos años, y de nuevo con especial predilección por los rincones digitales, se haya popularizado, lastrando la altura general de la conversación pero también, cuidado, ofreciendo una mano al periodismo de investigación. La hemeroteca es un hilo del que tirar. Los cambios de opinión suelen dar pistas sobre qué ordena una formación en su lista de prioridades según se publican intenciones de voto o según se mueve la discusión comunitaria, europea en este caso. De ahí que un partido que quiera ser mayoritario necesite mirarse, si pretende evitar asaltar las calles, en el espejo de lo fatuo y subvencionado.
Los momentos que la derecha goza en el espacio público quedan ahí para los suyos y algún escéptico, pero rara vez motivan nada más, sobre todo por el interés de la derecha moderna en el pacifismo. No provoca dimisiones, por ejemplo. En el actual gobierno hay un buen puñado de cargos que han insultado, mentido o azuzado revueltas violentas contra competidores -o rivales- por el poder, despreciando el valor no ya del consenso, que es una ilusión utópica hasta para quienes piensan parecido, sino del respeto a lo que durante décadas se ha estudiado como fundamento democrático. El momento catatónico que atraviesa la oposición en España, que no es sino un brazo artrítico a lo que la mansa ola liberal o conservadora sufre en el mundo, no pueden aliviarlo ratitos de Vallés o Matías Prats repasando titulares antiguos. Pero ahí está hoy el tope.