Obsesionado por parecer lo que no es y ser lo que no parece, Antoine Griezmann se ha confirmado a sus 28 años como un youtuber por vocación en el cuerpo de un futbolista por accidente. Con la decisión notificada en un triste vídeo de dejar el Atlético de Madrid confirma además otra sospecha: su mansa interpretación del momento y el desvelo de la normalidad atemporal del divo. No hace un año el Atlético peleaba su mejora de contrato con caducidad, pues incluía en la letra pequeña una importante reducción de la cláusula de rescisión justo el mismo día de apertura de mercado. Todos juraron que sería la última bala, como ahora han confirmado primero el año en blanco y segundo, consecuencia o no de esto, la salida de tantos jugadores cruciales. Ya se publicó en su día que la decisión de Griezmann estaba condicionada, como pasó el año anterior en que el Atlético no pudo fichar castigado por la FIFA. O lo que es igual: mínimo dos temporadas a la fuerza y descontando minutos a su despedida de rojiblanco. En lo anímico, Griezmann ha proyectado a menudo esa sensación de felicidad artificial que acarrea la élite, sin que esta tocara el césped. Esa gestión de la frustración se ha convertido de pronto en el valor más puro del francés, que por un momento llegó a hacer creer a todos incluso que se merecía el Balón de Oro de Luka Modrić por ganar el Mundial de Mbappé. Los grandes futbolistas siempre dejan buenos titulares y a Griezmann lo acompañará en su retirada aquella frase un poco tramposa publicada en AS: «Ya como en la misma mesa de Messi y Cristiano». Digo tramposa porque su respuesta a la pregunta planteada por el medio («Usted dijo que quería sentarse en la mesa donde comen Messi y Cristiano, ¿ya se sienta en esa mesa?») fue «Sí, creo que sí (…) son imágenes que tengo y disfruto en esa mesa». Que puede parecer lo mismo pero definitivamente no lo es. Como fuera: Griezmann ganó el Mundial tres semanas después de enredar a Barcelona y Atlético con su decisión y este título afianzó su importancia. De ahí el razonable esfuerzo económico de los segundos por retenerle contra su deseo principal, aunque la jugada no haya rentado en lo deportivo. En las peleas con los grandes egos del fútbol sólo puede haber un ganador, y casi nunca es el pagador. Por definición. Un jugador vale lo que estés dispuesto a pagar y a soportarle.
Si Griezmann ha hecho pública su decisión de dejar el Atlético es porque sabe a dónde quiere ir, que no es lo mismo que saber a dónde va a ir. De hecho, una revelación así torpedearía cualquier negociación en la medida en que cargaría de razones al comprador para pujar a la baja por un futbolista que, claro está, no quiere perder más tiempo en su club origen. Es algo que el modernizado fútbol de intermediarios podría clasificar perfectamente en lo atónito. Y también: la aciaga temporada del Atlético va sobre las espaldas de Griezmann, si de verdad cree que come en la mesa de Messi y Cristiano. Porque otra de las extrañas condiciones de los mejores contemporáneos es su exención de la responsabilidad en las malas. No es que presente malos números, al contrario. No en vano, es el máximo goleador de la época Simeone. Pero ha caído en la trampa de todos: la oportunidad. La Champions, el Camp Nou. Lugares donde no reinó. Donde no apareció, donde comió solo, algo rápido y ultraprocesado para llegar a tiempo al prime time de su Instagram. Griezmann, como Neymar y otros tantos que fueron señalados para disputar la mesa, se ha despeñado por la literalidad. No es tan culpa suya como de los suyos. Antes, para justificar que los futbolistas se pusieran otra camiseta, se aludía directamente al dinero. Ahora parece tabú. No, hombre: es que se ha acabado su ciclo. Los fines de ciclo son el eufemismo padre del mercenariazgo. Mismamente la firma de unas cláusulas de rescisión vienen a amortiguar que los fines de ciclo puedan precipitarse o manipularse. Antes de la última gala del Balón de Oro, Griezmann torcía la cara: «a lo mejor la Champions es más importante que un Mundial». A lo mejor por eso hay que cambiar el Atlético por otro y a lo mejor por eso la mesa de Messi y Cristiano sólo tiene dos sillas. Por suerte la memoria atlética le acompañará, porque no hay despedidas más memorables que las deseadas. Ha tardado dos años en cumplir su sueño.