A España le faltan unas cosas y le sobran otras, porque es un conjunto muy heterogéneo y respetado precisamente por esta razón. Le falta, por ejemplo, determinación política, aposento, confianza en sus ideas y cortesía. Y le sobra fútbol. España tiene fútbol como para reordenar el planeta otra vez en un conjunto, no aleatorio, de estados. Isco capitalizaría ahora mismo la administración. Seamos serios: no es normal que un futbolista vaya a exhibición semanal y menos en el supuesto estado de recelo que según los portadistas vive como castigo a su genio. Ante Italia (3-0), el andaluz anotó los dos primeros golazos con trallazos que Buffon no contemplaba, y ya rentados sus minutos con el resultado de la calma en un partido decisivo -otro-, se dedicó a diseminar fútbol por el césped con muecas, giros, controles y regates de enredadera. Es un jugador asombroso dentro de un animal sagrado y parece, al final, todo lo que Iniesta siempre quiso ser. Eso sí, y al contrario que el manchego -que se afeitó antes del partido para simularse joven- sin el beneplácito total de las fuerzas sediciosas. Aun así, el Bernabéu sí tributó a Iniesta, como a Piqué, a David Villa y al control que Busquets sigue ejerciendo sobre el fútbol sin obtener a cambio de ello ninguna consideración. Todos ellos, al menos, tuvieron el placer de haberse conocido antes de que zarpara el transatlántico de la exaltación patriota a través del balón: Isco, que lleva alumbrando desde 2012, no estuvo siquiera en el Mundial de 2014 -tras ganar la Décima- ni en la Eurocopa posterior de 2016, después ya de tres años desgastando varita en el club más exigente de la tierra. Es difícil pensar un vacío al fútbol tan obvio como el que Vicente Del Bosque vertió sobre la selección al final de su etapa, sobre todo dejando fuera de sus listas y por sistema a un futbolista de este tipo.
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Italia fue un rival correcto. Verdugo de España en la última Eurocopa, llegaba a Madrid empatada a puntos con los de Lopetegui, pero dejó el alma en el aeropuerto. Su técnico, Giampiero Ventura («He aplaudido a Isco, ha sido increíble verlo en vivo»), lo achaca a la experiencia de élite de los rivales, que al once de carrerilla sumaron a un Marco Asensio que ya es de verdad y no sólo una promesa de resúmenes. Su participación en el juego, su brío y animosidad, su fe en el balón, son otros de los valores que la España pre Lopetegui no reconocía ya dentro de su ropa interior. Tan sobrada iba España de resultado que al final el técnico regresó a otra idea aparentemente original e incluyó a Morata para abrir la defensa a zancadas. Le costó encontrarse porque Morata libra siempre una lucha brutal consigo mismo. Sigue dudando demasiado dentro del área y eso para un delantero es como el alcohol de alta graduación para un neurocirujano: va a servirte de refugio contra la incredulidad y también es probable que dé al traste con tu carrera. Pero lo cierto es que otra asociación madridista (la del nueve con Ramos, que trazó una línea recta hacia la portería contraria sin balón, acompañando una jugada que aspestaba a éxito) sirvió el tercer tanto del partido al delantero del Chelsea, que se reencontraba con la ahora festiva afición del Bernabéu. Lopetegui al final fue majo -majo, no condescendiente ni frívolo- y tuvo el detalle de reincorporar a Villa al juego de élite. El asturiano salió llorando de Brasil 2014 tras el ridículo grupal y nunca más se supo de él de puertas para dentro. Podremos discutir si su convocatoria ha sido o no justa o precisa; lo que es invariable, fuera de ese perezoso debate, es que da igual. Por suerte, Lopetegui tiene bastante entre lo que elegir y en apariencia -pese al capote postpartido a Villar, un lapsus razonable- conoce que su trabajo va de eso y no de, qué se yo, tener que quedar de bonachón. Isco debe estar contentísimo.