Cuando las criaturas de Joe Dante tomaron la Navidad del 84, a ninguno de los sufrientes se les ocurrió que en la lucha contra los gremlins iba la festividad en sí, sino que más bien peleaban por el fin último de Occidente: la civilización. Estos días en los que tantas veces se ha utilizado la Navidad como salvoconducto a la fuerza para impregnar de ideología un debate que debería ser científico ha acabado derivando en eso precisamente, un recordatorio de que la Navidad como tal es lo de menos. Como improvisando un cuento de esporas dickensianas, el ciudadano Ignacio Aguado inició la cantinela redentora: retener unas semanas a la gente en casa, o en su barrio o comunidad -con el menoscabo de libertad que implica- para salvar las navidades, situándolas así al frente del debate, instrumentalizándolas con un baremo al que el rival político e ideológico reaccionará con acostumbrada y primitiva ira, poniendo pie en pared, anulando la razón social, presumiento vilezas en lo bello.
En España la Navidad es mucho más que El Corte Inglés, el Primark de Gran Vía o las luces de Málaga, y si algo tiene de miga es precisamente que no es una festividad impuesta ni celebrada de manera homogénea. Qué duda cabe, en el imaginario colectivo se ha cebado desde hace unos años la costumbre de despreciar la Navidad únicamente por su significado y origen. Hasta hay quien disfruta con ello destrozando la inocencia de los niños, quizá porque nunca lo fueron o porque nadie los educó, crió o respetó como tales. Este último fenómeno es atroz, porque si bien caminamos con paso firme hacia la era del escepticismo definitivo, no deja de resultar especialmente soez que haya quien para reclamar unas libertades y sensibilidades subjetivas no tenga el menor escrúpulo en desmontar décadas, cuando no siglos, de tradición. Hete ahí el objetivo único de la deriva moral: la tradición. Claro que qué cabría esperar de los renegados de sus casas más que el asumido boicot a la convivencia que los ha moldeado.
Aguado quizá no esperaba que su frase sobre salvar la Navidad -para evitar una tercera ola inevitable, que llegará entre enero y febrero a la vez que decaigan los ERTE y se recrudezca el frío- acabaría soliviantando a un grupo importante de tristes desmotivados a los que la familia -no el concepto, que también: sino su expresión- les produce urticaria. En el fondo la salvaguarda de las tradiciones, del hogar y de la familia parece estar reservado a gente que ama, que de una u otra forma se siente cerca de los suyos, o de lo suyo. De su recuerdo, su pasado, su infancia. Despreciar la Navidad en el contexto epidemiológico, además, nos trae de vuelta la más esmerada de las psicopatías, igual que criminalizar a quienes querrían estar con sus familiares. Los detractores quieren imponer el sentido común bajo la misma careta con la que insisten en que todo esto del coronavirus no se podía saber.
Este año hay familias que por una u otra razón no se han podido ver en meses. Sabemos de hijos que han despedido a sus padres por Skype. Para siempre. O de gente que en febrero tenían la vida medio encauzada, un hogar, un futuro y una nómina y que ahora hacen cola en Cáritas. Son casos a la vuelta de la esquina, sólo una percepción ultrasesgada de la agonía social puede suprimir esas certezas para prolongar el vicio del activismo anticristiano. La Navidad representa todo lo que hemos perdido este año, el sacrificio, el sufrimiento y el vagar tantas veces solitario entre falsos profetas y traidores, estos al servicio público nada menos. «El principio del fin de la pandemia» que recitó Sánchez, cuya letanía ya no cala ni entre los suyos, no empieza por denegar a la gente una celebración -moderada, controlada, responsable-, sino por barrer con sosa cáustica todo aprecio de libertad y ánimo que pudiera quedar tras un 2020 de muerte y crisis especialmente acusada en España, centro neurálgico de la ineptitud política europea. «Terribles imágenes», juzga La Sexta sobre los vídeos de personas paseando por las calles de su ciudad. Ese es el último paso: robar la Navidad, vaciar su significado y negar a la gente celebraciones austeras de normalidad. Porque hemos salido más fuertes y no ha quedado nadie atrás.