Con el 75% de los estadios a punto y medio planeta disputándose el balón para estar en el sorteo de diciembre de 2017, podría decirse que Rusia 2018 es una realidad hasta cierto punto cercana. Su repaso al resto de candidaturas en la votación de diciembre de 2010 vino acompañada de otra, la de Qatar para 2022, que pese a situarse más lejos en el tiempo, le ha robado hasta hoy casi todas las portadas: ¿acaso está libre de culpa y sospecha el Mundial de 2018? Nada más lejos. ¿A qué se debe, pues, esta ausencia casi total de debate público internacional alrededor de este primer torneo? En la balanza, siempre ha pesado más la vergüenza ajena que la designación de Qatar hizo y sigue haciendo pasar al planeta fútbol, y habrá quien crea que no es para menos: pero fue precisamente entre rusos y qataríes entre quienes se tendió el puente más largo hacia la cuarentena del buen hacer de ambas candidaturas en su día.
Inglaterra, nación que se presentó para organizar también aquel Mundial de 2018 al que optaba la candidatura ibérica encabezada por Ángel María Villar, no ha dejado de disparar, pongamos metafóricamente, contra los rusos. Eliminados en la primera ronda de la votación (sólo recibieron 2 votos), los ingleses han denunciado a menudo las reuniones privadas extradeportivas que mantuvieron qataríes, rusos y por supuesto, Joseph Blatter. Se teme que nunca revueltos, claro, pero sí juntos: durante el Mundial de Sudáfrica, se cuenta que Roman Abramovich (dueño del Chelsea) sedujo a Blatter con su jet, y ambos terminaron desaparecieron juntos hacia una charla privada improvisada. Uno de los miembros de la candidatura inglesa que observó la escena se lamentó como lo haría cualquiera: «Estamos jodidos». Y así parecía si Rusia, que ya contaba en el comité ejecutivo de la FIFA con los apoyos de Franz Beckenbauer, Michel Platini y su tocayo D’Hooghe de cara a la votación, se ganaba el favor de Blatter también.
Pero Abramovich no estuvo sólo: y fue prácticamente el que menos intervino. Vitaley Mutko, miembro desde hacía un año antes del ExCo de la FIFA y mano derecha política de Vladimir Putin, sorteó con gracia todos los cargos que le quisieron imputar por gastar 12 veces el presupuesto que tenía para dietas durante los Juegos de Invierno de Vancouver en 2010, ya con la organización del Mundial ganada. En el proceso de captación de votos pesó mucho una frase legendaria de Putin: «No puedo perder este Mundial, y haré lo posible porque así sea». Fue poco antes de un viaje a Doha en abril de 2010 de Igor Sechin, viceministro ruso y bestia petrolera, en la que uno de los temas de la reunión, en principio destinada a pulir el acuerdo de colaboración con Qatar para la extracción de gas en Yamal, fue precisamente el sorteo de diciembre en Zúrich, asunto a priori menor.
A partir de entonces, todo fue como la seda entre Qatar y Rusia, también en lo tocante a la diplomacia futbolística. La candidatura europea se aseguró el apoyo incondicional de la asiática; y en los meses sucesivos, todos se felicitaron a través de diferentes correos y cartas por lo bien que se habían portado los unos con los otros. Este reguero de amistad contó con invitados sorpresa, como los ya mencionados Beckenbauer (quien votó por Rusia y Qatar y después se negó a participar en el informe de Michael García, siendo sancionado por ello) y D’Hooghe, quien en cambio fue absuelto por el Comité de Ética de la FIFA pese a que reconoció haber recibido regalos de la candidatura rusa. En definitiva, sobre ambos mundiales planea la sombra de la colusión: es decir, del colegueo ilegal, del intercambio de votos y algo más, de aliarse.
Sin embargo, no es el único pero al Mundial de 2018: asuntos más espinosos y menos relacionados con los despachos como son el desprecio global del pueblo ruso a las libertades de los extranjeros y los homosexuales también han despertado cierta aversión en el marco internacional, punto que curiosamente tiene en común con el caso qatarí. Ya en los Juegos de Invierno de Sochi 2014 las protestas fueron habituales. Incluso algunos atletas abandonaron y se llegaron a forzar cambios en el programa de los Juegos, relacionados con la explotación de animales. En un país en el que la homosexualidad no dejó de ser considerada una enfermedad mental hasta 1999 el número de gente a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo sigue bajando año tras año (en 2013 era del 5%). En diez regiones del país incluso de persigue y se castiga (con hasta 50.000 rublos en el caso de ciudadanos y un millón en el caso de las empresas) la propaganda contra lo que ellos llaman «relaciones no tradicionales».
Y ni siquiera este es el único punto sensible: en octubre de 2013, el jugador costamarfileño del Manchester City Yayá Touré denunció insultos racistas de los seguidores del CSKA en un partido de Champions League y abogó porque los jugadores de color boicotearan el Mundial de Rusia, planteando incluso que renunciaran a ser convocados para jugarlo. Las sanciones por racismo a equipos rusos fuera de sus fronteras son un habitual: la última, aún por resolver, por cánticos de seguidores del Lokomotiv en un partido de Europa League ante el Skenderbreu albanés. Todo queda algo más claro atendiendo a las palabras de una de las cabezas visibles de la candidatura rusa, Vyacheslav Koloskov, que fue vicepresidente de FIFA entre 1980 y 1996, en las que además de poner en duda que imitar a un mono tuviera connotaciones racistas dijo que los casos de racismo en Rusia siempre se magnificaban. El mismo Blatter, quien en su día dijo que el racismo en el fútbol se resolvía con un apretón de manos, puede que estuviera de acuerdo.