Al poco de decretarse el estado de alarma en España a causa de la crisis derivada de la política de Coronavirus Welcome del Gobierno, observé durante una de las pausas terapéuticas de balcón que unos vecinos habían colgado en el suyo un enorme arco iris con el lema “todo va a salir bien”. Por supuesto la iniciativa no era espontánea, ya había una marca, sospechosa habitual, detrás de la proliferación del buen rollo. Pero bien ya era imposible que saliera. En todo caso regular, que era lo que tocaba pensar con millones de trabajos comprometidos y -por entonces- cerca de cuatro mil fallecidos. Ni siquiera había abierto aún el Palacio de Hielo como morgue de emergencia para derivar los ataúdes que ya no entraban en los tanatorios de Madrid. Los pesimistas por vocación estamos peor preparados para los guiñoles que el resto. Sin embargo, esta apreciación (“todo va a salir regular”) ya me costó entonces alguna censura y reprobaciones familiares. Merecidas, claro está: sólo faltaba que tuviéramos que decirles al resto cómo afrontar lo excepcional. Nadie necesita moralinas ni discursos de inmersión autodestructiva mientras terceros toman el control de nuestras vidas sin dar más explicaciones que las que sirven a los suyos.
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Sin embargo, por la forma en que la gente adivina de reojo al que hace cola detrás de él en la farmacia, el supermercado o la panadería me va quedando claro que de este ejercicio de resistencia edulcorada saldremos no fortalecidos, sino irremediablemente escépticos. Considero que es un valor importante en una sociedad democrática, pero no que hagan falta cientos de miles de fallecidos para consagrarlo como un rigor de madurez. Con lo que no estoy tan alineado es con esa sobreimpresión que ha dado la catástrofe, aparentemente un accidente inevitable que ha golpeado a todos los países por igual. Primero, porque es mentira. Y segundo, porque es una mentira perfectamente consciente pero imperfectamente gestionada. Ninguno de los pasos que el gobierno da para anticiparse al clamor de la sociedad primero y a su responsabilidad penal después son excesivamente cuidadosos, y brevísimos vistazos a la rutina -tenemos tiempo de sobra- consolidan la pesada sensación de abandono y maltrato cínico. Quizá el culmen de esto fuera la intervención, entre risas, de Yolanda Díaz (ministra de Trabajo) al valorar despidos, ERTEs y destrucción de empleo. Gráficamente, el diablo bailando sobre la tumba de miles de españoles.
Durante las semanas de confinamiento todos los hogares han evolucionado. Nadie vive una situación idéntica a otra, por eso la manera en que se absorbe lo imperdonable es tan variada y por tanto es tan difícil extraer un ideal de resistencia. Sí hay pistas: han aumentado las denuncias por malos tratos al 016, ha repuntado la venta de bebidas alcohólicas y se han reducido drásticamente los diagnósticos de cáncer en los hospitales, cuyas urgencias se han reservado para el coronavirus. Los malabares entre niños, teletrabajo y tensión han dado al traste con los nervios aterciopelados que remontaban río arriba tras la crisis de 2008. Hay varias generaciones que reclaman para sí cierto malditismo, y no les falta razón. Contemplar la numerosa alineación de inútiles, mentirosos compulsivos y siervos que manejan lo público y la comunicación de crisis no hace sino acentuar este desbordamiento. Y los que fueron alarmistas ahora son, evolucionados a través de la rabia, sencillamente amargados. No comulgar aboca a lidiar con la represión del oficialismo, pero todos necesitamos una salida, especialmente si estas voces en la tundra reproducen el eco de otros tan violentados por la mentira como nosotros.
Cuando el poder descarta la vigilancia de los medios y deprecia su trabajo en términos peyorativos (bulos), socava su credibilidad y desnivela la convivencia
En España hace tiempo que se ha categorizado de manera esencialmente banal. Se ha tratado de héroe a un chico que llevaba explosivos caseros en la mochila a una marcha durante una huelga general, se ha llamado terrorismo a la violencia intrafamiliar o doméstica, se ha entonado y bailado que el hombre viola por naturaleza y se ha despreciado al empresario, al Rey, al católico. Este es un país que recientemente ha reubicado en sus instituciones a líderes y adláteres terroristas que mataban por placer para hacer patria y que incluso se ha permitido violentar las garantías del Estado de Derecho por los delirios, claramente inoportunos, de una minoría separatista que se apropió de un lema antiterrorista con los cadáveres aún humeantes para deshumanizar una hecatombe real e incorporar su recuerdo a una cruzada fundamentalmente administrativa.
Desde 2015 hemos sido un país condicionado por la oposición desproporcionada, errática, bajuna y peligrosa de la izquierda, la multiplicación de los mensajes de odio y la autocensura prototípica de las libérrimas civilizaciones acomplejadas de Occidente. Puede que estos y algunos casos más, muchos recolectados durante la crisis del coronavirus (tests ineficaces, cifras de fallecidos irreales, indicaciones de seguridad pública macabras posteriormente autocorregidas, abandono, inseguridad jurídica, menudeo informativo) vayan a dar definitivamente al traste con la paciencia de unos muchos. No es una amenaza, es una observación.
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Al principio se incidió mucho en el mensaje idóneo: el Gobierno pedía colaboración y la oposición, que empezó tendiendo la mano, claridad. Los reproches han llegado luego, cuando alguien en el poder decidió que era importante liderar la marcha contra la posverdad y los hechos alternativos. Los hechos alternativos, por cierto, son una suerte estrechamente vinculada al trumpismo. Todas las distopías y su innegable erótica, en mitad de este valle de desafección ideológica, coinciden en el paso fundamental para anular la conciencia colectiva: negar al individuo su derecho a la tristeza, censurándolo o ridiculizándolo, así como advertirle que no debe plantearse qué ocurre más allá de las fuentes oficiales. Cuando el poder descarta la vigilancia de los medios y deprecia su trabajo con términos peyorativos como ‘bulo’, está primero socavando su credibilidad y sobre todo desnivelando la convivencia.
Tiene su aquel -en realidad, es insoportable- que con miles de fallecidos perfectamente evitables amontonándose sin nadie que los despida o los llore haya que esforzarse en hacer oposición de vanguardia (que además pretenden implicar en unos nuevos Pactos de la Moncloa, tal es la valoración implícita de la tragedia que el mismo Gobierno hace de su gestión). O tragar con insultos si sugieres, como recientemente han hecho desde el propio ejecutivo, que los expertos no son infalibles y que en todo caso no se convocan para desgravarse responsabilidades sino para enriquecer la toma de decisiones con tecnócratas formados y cuyo juicio de valor no esté en deuda con el mecenas de su obra. Gran parte del periodismo, a las puertas de una inusitada recesión, ve cómo su persecución de la mentira pasa de pronto el filtro de los verificadores. Todo manipulaciones de opinión pública burdas y orwellianas que están penetrando en el tejido social, impregnándolo de restos de rabia. España es un país que se está buscando a sí mismo en esta historia, decidiendo si a la vuelta del confinamiento se rebela o si no es para tanto. Al comienzo nos conformábamos con resistir y bailar, ahora yacemos narcotizados por la genuina destreza miserable de gobernantes sin escrúpulos que entierran a nuestros muertos sin luto.
Sugieren los que están familiarizados con la macroeconomía, la sociología y la psicología que lo peor está por llegar. Cuando aterrice, recordad los días en que preguntarse cosas era desleal y enfadarse respondía a un síntoma de enajenación, porque todo lo que cedamos ahora no lo recuperaremos en vida.