Ay, un afectuoso abrazo a esos libros que parecen destinados a acaparar el polvo en nuestras estanterías. Enredada entre la densidad de libros colocados sobre una mesa aquí y otra allá y apilados en las estanterías, cualquiera diría que todo parece estudiado por alguien meticuloso que sin mostrarlo parece obsesionada ¿Tal vez con la luz? ¿El orden? Me acuerdo de Darwix: «Tienes media copa vacía y el sol llena la otra media» ¿Y qué solemos hacer? Darle vueltas al coco a la media copa vacía. Yo me quedo con el sol, la claridad… Lo explicaba mejor Kallifatides: «La escritura está, sí, dentro de nuestra cabeza, pero también alrededor de nosotros, en las paredes y en los muebles, en el olor a café, en la luz de la lámpara…».
Me lo contaba Miguel Ángel Hernández, autor de El dolor de los demás o el ensayo sobre el arte de la siesta, cuando lo entrevisté en su casa, con mucha luz, aunque la ventana no es donde dirige su mirada a la hora de escribir, sino a la gran estantería forrada de libros de arriba a abajo frente a su mesa: «Es como si los libros amortiguasen la escritura. Las estanterías están llenas de libros, es contaminación de la buena. La literatura creo que opera también por contagio, con experiencias, y también con obras y con autores…» Yo, como parece que vivo siempre atrapada en una escena de cine, mientras leo y escribo veo tras la ventana a unos jóvenes tomado el sol como sacados en esas películas americanas en el porche corrido, sentados en fila en sillas haciendo una especie equilibrismo con sus piernas sobre las patas traseras de la silla y apoyándose sobre la pared. Espacio y luz, los lujos de hoy en día.
Flaubert con quince añitos
Ahora sitúense en la Plaza Real de Barcelona donde Flaubert sitúa a su bibliófilo asesino a propósito del libro que me trae aquí, Dos cuentos góticos de Flaubert, que ha publicado Carpe Noctem, con prólogo del escritor Miquel Molina. Pocos personajes, pero llenando el escenario como el mejor solista. Tanto que parecería que cada caracterización arrancara en el momento en que adquieren conciencia de sí mismos. En el mismo momento en que un fogonazo les vincula a la vanidad, a la envidia, a los temores, al cruce de pasiones, odios, asco, ambición, envidias, posesión, la mediocridad, armando toda una narrativa del espanto.
Luego saltaréis a aquello que contaba Robert Frost, «el camino no elegido en las existencias particularmente maleadas», como la del hermano del segundo relato, que como leíamos en El Dios de las pequeñas cosas «las cosas pueden cambiar en un día», y le cambian, ¡vaya que si le cambian! Ambas historias acumulan esas cuestiones de fondo con una cuidada orquestación que maravillosamente Flaubert con sólo quince añitos disecciona tan afilada la vida y los comportamientos humanos en una sociedad que ¡nos suena! se empeña en mostrar su rostro más amable. Cada descripción, cada episodio vital, es ese destino del hombre que ha perdido sus referentes básicos.
Anuncia el tsundoku
En el primer relato, los libros leídos, amados, atesorados, almacenados, precipitan toda la tragedia. ¡El protagonista creía construida su realidad para vivir, para ser! Y Flaubert, como buen clásico, adelantándose a esta época tan de etiquetar y nombrar cualquier hábito de nuestra existencia describiéndonos todo un tsundoku, esa costumbre japonesa que dicen es el placer sencillo de rodearte de libros, precisamente llamada Bibliomanía como la que da nombre al relato. «Lo que llamaríamos hoy el desequilibrio entre una forma editorial expansiva y un hábito de lectura menguante», leemos en el prólogo. Nuestro protagonista se horrorizaría si hubiera conocido a Marie Kondo, aquella japonesa que aseguraba que no es necesario tener más de treinta libros en casa. Ya no sólo le estarían dando las sales al bibliófilo, sino al propio Flaubert.
Al final va a ser verdad aquello de que el terror y el miedo es patrimonio de la infancia
A lo Buñuel
Sigamos con los libros y lo que a algunos les condiciona la vida. ¿Quién no ha pensado más de una vez «no he leído lo suficiente estos días» o ha empezado más libros de los que jamás terminaría de leer? y ahí permanecen apilados. O como Rosa Montero que utiliza el cómputo de ejemplares como el de los novios como forma de ordena su vida y sus recuerdos. Cada ejemplar es el eje vital que parece salva, en principio, como esa canción de Mecano, A contratiempo: «La soledad es una estación de madrugada». ¿Puede haber mejor descripción a esa soledad no buscada, a ese frío vital, esa pesadez ingrávida, para lo que se le avecina a nuestro personaje? Está pidiendo a gritos aquello de Buñuel, «yo adoro la soledad a cambio de que un amigo venga a hablarme de ella». Decía Steinbeck: «Somos animales solitarios, pasamos toda la vida tratando de paliar la soledad. Uno de nuestros métodos antiguos para lograrlo es contar una historia con la esperanza de que quien escucha diga –y sienta-: sí, es cierto, o al menos eso es también lo que yo siento».
Y Flaubert abre la caja de los truenos
Respecto al segundo relato, La peste, caminamos junto a dos hermanos y aunque suene duro entendemos que más de una familia que tenemos enfrente puede ser también la de estos otros sin saberlo. La familia como necesidad y como destino. La familia que no elegimos pero te determina. Y con la que nuestro protagonista se topa provocándole un desafío: la aceptación del hermano de la que es imposible zafarse.
En un plano de lectura con más sentido común, con más cordura, sabríamos qué desenlace correspondería; pero ahí está la literatura, para apuntalar los terrores, las nebulosas, los miedos, los odios del pasado con los que cada lector luego va rellenando siguiendo la pluma del autor. La indagación del crimen abriría una caja de los truenos y las imágenes que nos llegan seguro nos atravesarían la retina. Todos vivos, aunque muchos muertos en vida por existencias anodinas. No nos queda otra que ejercer una huida hacia adelante. Justo esa huida esconde la problemática que embadurna esa atmósfera gótica de Barcelona, tan mitificada y atroz.
Cadáveres, brujas, crisis religiosas, asesinatos
Disfrutará con las ediciones Carpe Noctem del reto de crear un universo de temas que terminan identificando a un autor. Todos entramos en la literatura a través de los cuentos. En casa nos contaban relatos que habían pasado de padres a hijos, terribles, tremebundos. Al final va a ser verdad aquello de que el terror y el miedo es patrimonio de la infancia. Con estos cuentos de Flaubert no es cierto eso de que una imagen vale más que mil palabras, agárrense a «la capacidad poética» y a las sugerencias que se mecen al compás de las descripciones que activan nuestra imaginación. Las palabras justas, ni una más, ni una menos.
Cadáveres con gusanos, brujas que te leen la buenaventura, crisis religiosas, asesinatos ruines, vanidades, magia, envidias, desesperaciones, incómodos anhelos y la imaginación más desatada del futuro autor de Madame Bovary. Ya señaló Gonzalo Sobejano: «Flaubert es el novelista trágico por excelencia: porque sabe permanecer fiel a la más entrañada apetencia romántica de su ser a través de la expresión austeramente lucida de un mundo antirromántico y porque en casi todas sus obras alguna criatura yerra, sufre y sucumbe por fidelidad a su ser, en lucha con la fatalidad». Vanidad, envidia y tragedia se exhiben a cuerpo gentil.