¿Quién llora a nuestros muertos?

El recuerdo de cada uno de los muchísimos muertos que está dejando el coronavirus en este país pertenece primero a sus familiares y después, sin duda, al conjunto de España. Pero antes de valorar cómo está rindiendo luto España a sus muertos habría que preguntarse qué es hoy España, en qué cabría fijarse para intervenir la respuesta ciudadana. Ya a comienzos de la pandemia, se hizo particular hincapié mediático en que las personas fallecían con el coronavirus y no por, es decir, a causa de él. Como todavía no implicaba la masacre que es hoy, pocos desarrollaron esta idea y quienes lo hicieron invadieron lo surrealista: el coronavirus no era, por lo visto, una amenaza en sí misma sino un simple acelerador de lo inevitable y sólo en personas mayores aquejadas previamente. Bien, esto ya ha sido desmentido por la realidad, que es el fact checker definitivo. Pero, ¿por qué con y no por coronavirus? Recuerda a cuando por protección de intimidad y honor de los fallecidos se da simplemente por sentado que la gente muere de fallo cardiaco como si todas las muertes del mundo no fueran precisamente eso, un adiós del corazón, motivado claro por infinitas causas. Desde el momento en que el mundo -y España- rechazaron la causa coronavirus se estaba empezando a entramar un cometido de absorción de impacto que sirvió a muchos ciudadanos para sentirse a salvo. Estafados, claro, por quienes mercadeaban problemas en el momento de las soluciones.

Es curioso cómo en la carrera por el dominio de la comunicación la mayoría de gobiernos han sido más céleres que en la misma gestión de la crisis sanitaria, pareciendo esta una prioridad de primer orden. Evidentemente es más fácil establecer normas y cánones narrativos que negociar partidas internacionales de recursos, requisar materiales o coordinar fuerzas para evitar que se muera la gente por inacción gubernamental, que resulta que es lo que está pasando. Pero el periodismo ha cerrado filas y respetado hasta la más sórdida de las tentaciones, con escasísimas excepciones, en una respuesta de lealtad sin precedentes que no se ve correspondida, parece, por la transparencia y ayuda del Gobierno en las ruedas de prensa -mítines, más bien- que sus miembros ofrecen, a veces entre risas, para hablar de la trágica deriva del país. De ahí que últimamente, y unido a la sorprendente partida de ayuda extraordinaria a según qué medios, se haya reclamado algo más de realismo. Claro que para ello tampoco servirá cualquiera. Cuando en La Marea, medio sensacionalista de extrema izquierda, reclamaron derecho a grabar las salas de urgencias atestadas de los hospitales para transmitir el peso de la catástrofe, nadie creyó que lo hicieran reivindicando un servicio periodístico honesto, de ahí que su ocurrencia se acabara volviendo contra ellos.

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Sin embargo, el digital estaba haciendo una llamada a una realidad que todos los periodistas hemos constatado desde el primer momento: la ausencia casi total de respeto, silencio, memoria y consideración a unos muertos que como decía al comienzo, nos pertenecen. Quizá por el sesgo de proximidad individual, quizá por cómo se ha orquestado la información que fraccionaba las franjas de edad de riesgo del coronavirus; pero lo cierto es que a los varios miles de adioses precipitados -y quién sabe si no evitables en un grado importante- no les ha correspondido más que fórmulas, porcentajes, proporciones y cabeceos. La actualización recurrente de los números ha generado en el cerebro del español una rutina deshumanizadora de tabloide, cuya expresión no es dedicar un pensamiento a los que se han ido sino a cuántos se irán al día siguiente. Absorbiendo la tragedia como parte de esa estrategia sui generis de reducción de impacto, el Gobierno ha encontrado en la comunicación de los números diarios una macabra constante de control de la situación. Esa sensación inequívoca que parece pretender minimizar la muerte en masa de mucha gente a la que todavía no le había llegado su hora, relegándolos a víctimas inevitables.

Tal es la efectividad sobre lo que siente el espectador que hasta los ritos más elementales ante la muerte han sido desprovistos de su significado, sea o no religioso. A muchos contagiados se los llevaron tosiendo un día y no volvieron. La apertura de hasta tres morgues adicionales improvisadas en Madrid da una medida del ritmo de muertes en la capital, donde Díaz Ayuso ha decretado luto oficial. A la hora de trasladar este respeto a la nación, hay quien ha percibido partidismo e ideología. Una periodista relativamente importante (por exposición, no por relevancia) y parte del conglomerado de propaganda oficioso ha llegado a decir que «no es necesario», pero no es ni mucho menos una opinión aislada. La firme sujeción de las palabras y su peso específico en el tramo negro de la historia del que participamos impide también, por ejemplo, que nos cuestionemos la operatividad de un estado de excepción negado hasta la saciedad, así como la ausencia de control parlamentario y el maltrato sistemático a la seguridad jurídica. La batalla orgánica del socialismo es pasar de puntillas por la potencial responsabilidad penal de todas estas muertes que no nos dan tiempo ni espacio para llorar, y si prevalece la sensación de que no se está hablando lo suficiente de ellas es porque se está cumpliendo el objetivo de relegarlas a mero accidente, algo perfectamente alineado con el resto del discurso. Rota de dolor, España tendrá que elegir al final si caer o no en tan burda trampa.

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