Unos días después de su estreno en cines -y de que fueran a verla las personas realmente interesadas en la película-, se elevó gradualmente sobre el asfalto de la congoja un humo fatídico que pretendía desacreditar las tres horas y media de El Irlandés (o The Irishman, como se prefiera) con una premisa sustancial, muy sui generis. ¡El reparto era eminentemente masculino! «¿De verdad hacía falta?», se preguntaron algunos. Bueno, algunas. Cierta indignación trepó fronteras -ninguna de ellas relacionada con la vergüenza o el más mínimo interés en la preservación de la indignidad-. Y fue generosamente hiriente que Anna Paquin, actriz ganadora de un Oscar en 1994 por The Piano, de Jane Campion, fuera elegida representante del movimiento protesta, que aunque persigue la espontaneidad no podría ser más predecible y denso. Anna Paquin aparece en varias escenas de El Irlandés en el papel de hija del protagonista, interpretado por Robert de Niro, entre las que suma un aproximado de diez minutos de metraje -que no está mal para un secundario- y seis palabras (en su versión original). Como Paquin apenas hablaba en El Irlandés, hubo quien interpretó que la habían amordazado con un papel denigrante, sobre todo para una actriz madura oscarizada de niña (tenía 12 años en el 94) que se dedica, como se denunciaba en los tan respetables libelos digitales, a mirar. Paquin atajó pronto los amagos de indecencia reclamando para sí, su intimidad y su libertad como mujer el aceptar los papeles que considerara y sentirse orgullosa, además, de interpretarlos como era el caso. Vaya, una mente libre. En ScreenCrush se enfrentaron al monstruo feminista explicando -de la pluma de un redactor varón, Matt Singer, para ofrecer el caramelo del mansplaining– por qué el rol de Paquin en El Irlandés debía ser esencialmente silencioso, callado y observador.
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Otra sorpresa: resulta que Martin Scorsese no se había olvidado de la actriz, ni siquiera había pensado humillarla conscientemente, sino que le había reservado un rol muy concreto en momentos muy puntuales de la película con el propósito narrativo de enfatizar algo tan rocoso y variopinto como la relación paternofilial del protagonista con su hija, su familia y por alusiones, de la familia del amigo, compañero o socio al que acaba asesinando. Anna Paquin es (de niña pero también de adulta) la sombra que advierte de la oscuridad de su conciencia -conviene no olvidar, algo muy obvio para quien haya visto El Irlandés sin las manos atadas por la perspectiva de género, que la película la narra el propio De Niro, y que por tanto los recuerdos del mutismo de su hija son esencialmente delatores de su rol-. Anna Paquin no necesitaba hablar para hacer temblar un mundo de hombres fúnebres con el honor a prueba de preguntas incómodas, como tampoco necesita, visto lo visto, que hablen por ella. Cuando Scorsese añora el viejo cine, el cine que él hace, y para ello desprecia o parece no otorgar demasiado mérito a las montañas rusas de CGI, lo hace con ese conocimiento letárgico, pero experimentado y previsor, de que ciertas argucias de la actual industria no soportan un mínimo de creatividad genuina y compleja, sino que bebe directamente del dato bobo, la vacuidad, el rumor y la intrascendencia. Más que con parques de atracciones, lo compararía con la fast foot: rentable, rica, adictiva, ruidosa y nutricionalmente patética. «¿De verdad hacía falta?», pregonaban de El Irlandés ofuscadas por la sutil apariencia femenina. Si sirve para sofisticar la respuesta a la tontería, seguro: cebos para retratar la alta ignorancia, cuando no dificultad intelectual, relacionada con el ocaso del arte elevado, nunca van a sobrar.