Algo se nos escapa, del funcionamiento de este perverso mundo de categorías simplistas, a los que tenemos vergüenza. Tiene que ver con la percepción de la inteligencia ajena y la tozudez con que algunos la desprecian a base de reducir al absurdo el ejercicio de depuración. Por ejemplo: si un equipo de la élite del fútbol -aunque este concepto, el de élite, esté ahora razonablemente en entredicho- paga durante años a uno de los jefes de los árbitros en activo, puede que no pase nada. Lo peor no es que un posible delito prescriba, sino que el mundo lo acepte como el símbolo último e irónico de orden civilizado. Y todavía más desagradable es que quede gente en pie que amague con torcer el gesto, que rechina por inactividad, donde sólo debería bullir amarga y humanísima ira. Será que hemos sido despojados de lo natural y que todas las emociones ya están contenidas en leyes y decretos, como de hecho ocurre felizmente con el odio. El punitivismo asociado al odio -no al odio: ¡a su subjetivísima expresión!- es otra frontera. Le quitas al hombre la capacidad tácita de expresar su indignación y básicamente lo que estás es reimaginándole un mundo que no existe en ningún plano, que es el de las verdades alternativas. Aunque la realidad se mantiene inalterable en ese escudo posmoderno de contención de lo anormal, de lo maravilloso. Y es lo que pasa con la probada y manifiesta corrupción del FC Barcelona.
También hay que hablar de lo otro, y lo otro es la reivindicación del asco. El asco ha sido un espacio de liberación fortuito, todavía fuera de los márgenes de la hiperregulación. Pero sigue pasando: al desasosiego y el clima depresivo no le sobreviene la duda sino la certeza de lo fake, lo impostado. Volviendo a la probada y manifiesta corrupción del FC Barcelona: de pronto los actores deciden arrojar la toalla y dar la espalda al colapsado sistema de jerarquía competitiva, la incidencia de pasillos y despachos adquiere repentinamente una dimensión consciente, el aficionado se siente estafado y el periodista, que ha fallado en su función básica, admite a su manera su incapacidad. Años comprando la moto de que fútbol y política van por separado para acabar entendiendo los resortes de uno a través de las teorías antiquísimas de totalitarismo y control de otro con todos sus complementos: agentes dobles a sueldo, malversación, escrúpulos de quita y pon, explicaciones vagas, mucha escenografía que simule algo parecido al rigor del castigo y la tediosa evidencia de que aquí sólo avanza el hijo de puta. Ya no podemos odiar, pero nos queda el asco. Y el asco es infinito.