Por mucho que la circense demoscopia pretenda engañar al socialista medio -que come en la misma mesa que el socialista bajo y se codea amablemente con el socialista alto-, España está abocada a un cambio de signo político en este 2023 que desde hace tiempo ya plantea contables desafíos a la resistencia al orgullo de sus habitantes.
Más allá del rezongante turnismo que este país comete desde que se diera por iniciada la actual era democrática, con los asteriscos que queramos añadirle, la certeza de un giro ha experimentado lo que en ciencia política se tiende a llamar traslado de consenso, un pacto no escrito entre oponentes que no busca el acuerdo formal entre las partes, sino facilitar una cesión prolongada y templada de competencias en muchos de los ámbitos diseñados para tomar las instituciones sin aspavientos. Un pacto que los partidos de nueva creación de la última década -y desde luego los abiertamente rupturistas- prometieron y soñaron con volar por los aires, pero a cuyas condiciones se han ido plegando de uno en uno, sin miramientos, aprovechando el mantra prosaico que hasta la izquierda se arroga con ese sintagma atroz de ‘sentido de Estado’.
Es importante para el PP elevarse al Gobierno sin muletas que puedan condicionar más de lo que puedan soportar su propio corpus inmovilista
Si es precisamente el Estado el enemigo o no de la indefinición ideológica de España en el mundo es un debate que da para toda una vida y parte de la siguiente, allá donde opere otro entendimiento todavía hoy fuera del alcance de la finita capacidad humana. Lo cierto es que los signos recientes de debate político no dejan lugar a dudas, y el actualísimo caso de la hiperbólica reacción a la propuesta del protocolo antiabortista de Vox en Castilla y León ha sido el delator definitivo.
De por sí el aborto ya es un asunto mayor en la agenda de quienes aspiran a disputar el poder no político ni ideológico, sino moral, de una sociedad sana (y por eso la autoconsiderada derecha española lo había enfriado siempre que había tenido la oportunidad), pero el caso que nos ocupa ha servido para situar definitivamente al Partido Popular de Alberto Núñez Feijóo en ese tablero de traslado de consenso. Y lo que es más significativo: nos va a valer para desenroscar la careta a todos aquellos colaboradores que están midiendo cuándo entró la última subvención, disputándose en silencio las múltiples consejerías que llegado el momento vayan a subastarse entre quienes mejor sepan ejercer la ciencia moderada.
Vamos a estudiar el caso desde la obviedad de que una alternancia en el poder requiere únicamente de dos fuerzas que simulen enfrentamiento durante su mandato, pero que llegado el caso sepan movilizar aquellos fragmentos de sociedad que tradicionalmente han tenido de su parte. Estas se organizan en burbujas perfectamente estudiadas y consagradas desde la experiencia, que sólo algunas revelaciones políticas -véase Vox- pueden desequilibrar si dan con los términos adecuados en los momentos oportunos.
Al PSOE le bastó durante muchos años con la invocación memorística, ya ampliamente degradada, de ser la opción predilecta para el auge y consolidación de las clases medias-bajas como motor de la industria y el progreso. Una razón en la que por cierto el sindicalismo original tuvo mucho que ver, y sólo hay que echar un vistazo a su competente inacción actual para corroborarlo. La tenaz retórica y el barniz de realismo mágico que el virtuosismo socialista para la compraventa de voluntades ha impulsado a los poderes fácticos, léase mediáticos en primer orden, ha resultado definitivo a la hora de eternizarlos como algo que llevan casi toda su historia despreciando.
Por contra, el PP ha sido tantas cosas en cuarenta años que cualquier mínima variación en su dirección y agenda revela una lentitud discrecional en la toma de puestos y espacios. Pareciera que en España el PP lograra contentarse en primer lugar con saber que tarde o temprano le llegará el momento de gobernar, y esta es una razón solvente para ejercitar la oposición sin sobresaltos, una costumbre dilatada.
Ya dentro de la rueda de reconocimiento europeísta, agasajados por esa feliz alternancia sin fisuras, a la oposición -insisto, política e ideológica- que pudiera ejercer una opción alternativa al socialismo ya sólo le quedan las ilusiones de quienes acuden puntualmente a que les sellen la cartilla de la conciencia libre. Los tres últimos líderes nacionales del partido enfrentaron esta posibilidad con energías muy similares, indistintamente de sus convicciones personales. Y desde luego el meteórico señalamiento de Feijóo, aprovechando la brecha impostada entre Pablo Casado y el enérgico advenimiento de Isabel Díaz Ayuso como subproducto de alivio liberal, no ha hecho más que redondear cualquier sospecha al respecto.
Pareciera que en España el PP lograra contentarse en primer lugar con saber que tarde o temprano le llegará el momento de gobernar
Es importante para el PP elevarse al Gobierno sin muletas que puedan condicionar más de lo que puedan soportar su propio corpus inmovilista, como se ha revelado que puede resultar especialmente hostil en los gobiernos autonómicos en los que han necesitado de Vox. Sobre todo, porque saben que la izquierda ejerce la oposición de manera activa y sin miramientos. Y de nuevo nos apoyaremos en el caso de Castilla y León, donde un vicepresidente ha soliviantado con un ademán muy sutil a toda una nación.
Los medios que en España se dicen liberales o conservadores, visiblemente postrados al dictado del momento -no necesariamente por imperativo: es más bien una marca hereditaria indeleble que sólo el sufrimiento logrará borrar, veremos si a medio o corto plazo-, han captado esa amenaza e insisten, sorprendentemente, en llenar portadas, titulares y el vertedero de la opinión de análisis sobre lo que consideran una torpeza de Vox -aunque no lo desarrollan, sólo lo constatan-. Una torpeza que ha llamado a filas a todos los aspirantes a consejeros, secretarios de comunicación, adláteres del relato turnista y contumaces moderaditos de despacho. A cada uno de ellos habría que llamarlos a un aparte, leerles las cifras del país, recordarles 2020 y preguntarles al oído, sin perder más tiempo: «¿Y a ti, qué te ha prometido Feijóo?».