Pura y triste esencia del Bang-Bang Club

Esencia del Bang Bang Club

En noviembre de 2013, el fotoperiodista español Manu Brabo, que huyó del país porque no había huevos o dinero o las dos cosas a valorarle, dejó un último post en su blog dedicado a James Foley, coetáneo brutalmente asesinado esta semana por el ISIS al que la comunidad no cualificada va conociendo, como en su día a Al Qaeda, por el autobombo a sus masacres más que por el indeseable desinterés general por estas. Brabo, que había ganado nada menos que el Pulitzer siete meses antes por su trabajo en Siria, recordaba a Foley así: “solo tú tenías los cojones, la insensatez, el humanismo y la decencia para ir a ese punto del infierno a contar lo que pasaba y volver con una sonrisa”. Se refiere en concreto a Maarat al-Numan, la ciudad donde se libró entre cinco días de octubre una guerra entre tres frentes (entre ellos al-Nusra, grupo terrorista con dos años y medio de edad y brazo de Al Qaeda en Siria apoyado por Qatar) que se acabaron llevando los rebeles sirios y que dejó cerca de 400 muertos, entre ellos 55 civiles. Brabo prosigue en su semblanza a Foley con extractos que no sólo denotan admiración sino profunda gratitud, en un texto cuyo cuerpo sin embargo lo entorna la sangre: “nadie nos avisó de esa letra tan pequeña en el contrato (…) nadie nos dijo la cantidad de amigos perdidos, la cantidad de almas y cuerpos rotos que tendríamos que cargar”. El español, que no volvió a escribir ahí, se despedía de Jim con un “lo que ahora soy es en gran parte tu culpa” siete meses después de su Pulitzer y estando el estadounidense ya en manos de esa gentuza sádica que conforma el ISIS y sigue en su empeño de defenderlo a base de la sangre de quien haga falta y sin peguntar. Sin embargo, todavía más que el escrito, llama la atención la foto que lo ilustra, en la que se ve a Brabo, Foley y Clare Morgana Gillis –quien también dedicó unas líneas a Jim- en actitud totalmente distendida en una habitación de hotel. Más que tres periodistas jugándose la vida, parecen a ojos del objetivo tres jóvenes esperando a salir de fiesta. Probablemente sin quererlo, acababan de recrear el cuadro general del Bang-Bang Club al que perteneció durante años Kevin Carter, el sudafricano que no soportó el asco que daba el mundo, club en el que todavía era más fuerte el lazo de la amistad que estrecha la proximidad de la muerte que la propia muerte en sí.

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