Primeras veces en museos

Museo Sorolla

La sociología de la primera cita evoca una inseguridad humana que podríamos enfrentar al victoriano abismo de lo trágico: el momento único que no vuelve, el deseo tensado, la inocencia imposible de impostar. Indicativos de lo efímero que devuelven a menudo imágenes deformadas de experiencias pasadas, turbulentas. Cada primera cita es un destello de horror vacui, de fracaso acumulado. Y también una esperanza, una ilusión, una sombra, una ficción: entre estas supernovas que estiran los nervios de los cuerdos se abre un infinito de insolvencia que se desequilibra hacia un universo u otro, abarcando constelaciones conocidas y otras más extrañas que recordamos de episodios lisérgicos, en las parálisis del sueño, por ejemplo, o mientras bailábamos sin tocar el suelo aquella vez. Existe un método, muchas veces contraindicado por fatiga, de filtrar una primera cita por el lado de la distancia medida: la admiración de un punto de encuentro o desencuentro respirando un espacio que no convoque exclusividad. Puede ser en un cine, donde se dan las peores discusiones sobre lo que sucede ahí fuera y su representación. Otra opción son los museos.

Una primera cita en un museo despoja el automatismo de la atención, incentivando un foco ajeno y compartido temporalmente, de un estado elevado de conciencia -y talento- que levita sobre nosotros. Ni siquiera exige erudición ni tampoco un interés preclaro. La admiración del arte, que es literalmente dejarse sorprender por lo extraordinario, se comparta, entienda o no, acerca la primera cita a una experiencia de desarrollo humano muy presente en la niñez, que es la contemplación, mejor si es desconocida para ambos, de algo exótico, divertido, increíble. Esa es la fuerza primera del amor: la admiración. De ahí la potencial importancia de inspirarse en la huella del tiempo sobre nuestra implacable fugacidad. Los trazos, las sombras, el color: el hiperrealismo, el volumen de la escultura, lo abstracto. Hay mucho amor en lo abstracto. También en el dadaísmo, claro: por eso no es infalible.

El negociado de la interpretación es un pantano hiperfértil para desarrollar la vida y proyectar, involuntariamente, la excepción de la casualidad. Anticipamos un lugar, juntos, en ese mundo que ya fue. Podemos fantasear, por qué no, con ser, pero sin la necesidad inoportuna de verbalizarlo. Mientras admiras o entrenas la comprensión de esos talentos a menudo conflictivos, atormentados o imperfectos -luego trascendentales-, valoras inconscientemente el pasado junto a quien has elegido para compartir ese momento del presente. Nadie va a una primera cita esperando que sea la última, sino la primera de todas con ese alguien. A ese estado de abstracción, que fomenta la pax amatoria y templa el espíritu que descabalga la ansiedad de gustar y sobreactuar la intensidad de la atracción primitiva, le corresponde un remanso, al menos, de honestidad: justo lo que queremos encontrar en quien soñamos con acabar prefiriendo sobre el resto de quienes nos rodean, logrando traducir esa inspiración, si cabe, en nuestra particular obra de arte.

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