Los presos políticos catalanes han salido de la cárcel para participar en la campaña de las elecciones autonómicas. A la petición de un cambio de Estado añaden ahora, es lógico, la petición de un cambio en su estado, que es el de condenados. No el de presos; el de condenados. Presos ya no están, o no del todo. Pero la condena no puede ser un estado semisólido, y es, entienden, una mancha injusta. Pretenden la amnistía, no el indulto, y es importante el detalle.
El indulto supondría perdonar las consecuencias penales de sus crímenes, pero la amnistía va más allá; la amnistía, sencillamente, borra la condena y el delito. La amnistía es el olvido oficial e institucional, y si se produjera dejaría en una situación difícil a todos los textos sobre esos hechos. Especialmente al exhaustivo Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido, de Rafa Latorre, cuyo impecable título cobraría un nuevo significado.
Para entender el problema de los presos es conveniente comenzar reconociendo que el sintagma «presos políticos» es correcto. A continuación hay que entender que el delito político, el delito cometido para afectar algún elemento del ámbito político, no es más perdonable que el delito común, sino menos. Especialmente cuando además del fin (para la política) se da también el medio (desde la política). La representación política confiere un estado especial a los representantes, que consiste en la autoridad y el poder para modificar el mundo de los representados. No sólo de los representados que les han otorgado ese estado, sino de todos los representados: un ciudadano que hubiera entrado en el Parlamento de Cataluña con una hoja de reivindicaciones y modificaciones habría sido sólo una anécdota; un grupo de representantes políticos de ese parlamento que se hubiera reunido con la intención de ejecutar disposiciones políticas no sólo contra las leyes, sino contra la ley fundamental, estaría planeando un golpe de Estado. Si esos representantes van más allá, entran al Parlamento y comienzan la ejecución, entonces pasan de la posibilidad al hecho. Aunque no haya tanques, y aunque el hecho no genere las consecuencias deseadas.
Quien comete un delito político no sólo aumenta las posibilidades de éxito del crimen; mina la confianza en las instituciones e incumple su deber hacia los ciudadanos
Quien comete un delito político desde su condición de representante político no sólo aumenta las posibilidades de éxito del crimen, sino que además está produciendo otros males: mina la confianza en las instituciones democráticas e incumple su deber hacia los ciudadanos. Es el gran destructor de lo público -éste sí, sintagma de éxito-, puesto que pone en peligro el entramado legal y afectivo -Estado y nación- bajo el que puede existir lo público. Esto es exactamente lo que han hecho Cuixart, Sànchez, Rull, Turull, Forcadell, Romeva, Puigdemont o Junqueras; destruir la ley -el fin- desde la política -el medio-. Hay delitos que comparten los medios pero no el fin y delitos que comparten el fin pero no los medios; por eso es correcto referirse específicamente a los presos catalanes como presos políticos.
El problema es que en España, y probablemente en muchas otras partes del mundo, el sintagma no funciona como debería. «Si la constitución de la naturaleza humana llevase a los hombres a vivir únicamente según las prescripciones de la razón», dice Spinoza en su Tratado Político, «el derecho natural no estaría determinado más que por la potencia de la razón. Pero…»
La cuestión de fondo es que el dinero se valora más que las libertades fundamentales
Precisamente en ese pero sitúa Gabriel Albiac el carácter antiutópico, ajeno a cualquier tentación de ilusión, de la obra de Spinoza. El ser humano no se conduce sólo ni principalmente por la razón. Menos aún en política. Y el sintagma «presos políticos» refuerza una idea falsa que opera siempre que se trata la cuestión catalana. La idea es que la condena a quienes se sirven de la política para cometer delitos que afectan a la polis es esencialmente injusta porque las intenciones eran buenas. O, si no buenas, sí al menos desinteresadas. Los condenados ahora en campaña no intentaban enriquecerse ellos, aunque (también) robaran. Y no robaron sólo ni principalmente un dinero ajeno, sino libertades ajenas. La cuestión de fondo es que el dinero se valora más que las libertades fundamentales, y que el egoísmo se presenta siempre como un mal de orden superior al altruismo, a pesar de que en lo que respecta a los crímenes políticos el altruismo suele constituir una elevación muy superior en cuanto a la magnitud de los males producidos.
Los condenados por la ejecución de 2017 no sólo actuaron sin buscar un beneficio personal, sino que además lo hicieron guiados por sus convicciones. Las intenciones, la ausencia de beneficio personal y el compromiso con sus convicciones son las palabras a las que se acogen quienes están dispuestos a ser comprensivos con algunas -sólo algunas- intentonas golpistas, y por eso no extraña que estos mismos puedan llegar a llamar golpistas a quienes respetan escrupulosamente la legalidad pero defienden principios distintos y parten de convicciones distintas. Si las convicciones son las correctas, vendrían a decir, no es que el golpe esté bien, es que no es un golpe.
Reconocer que se está considerando el indulto supone reconocer que había algo noble, bueno y bello en quienes se apropiaron ilegítimamente de las libertades de sus representados
Por eso los presos políticos en campaña exigen la amnistía y no el indulto. Porque un golpe de Estado para el pueblo no es un golpe de Estado, es política con cosas. Quienes deberán decidir sobre la cuestión no llegarán a tanto. Sí es probable que concedan el indulto, solución a medio camino entre la justicia y la injusticia, entre la verdad y la mentira. En ese estado también semisólido se mueve el actual Gobierno, y a ese estado quieren llevar al Estado. A un término medio entre lo correcto y lo inaceptable. Pero el indulto, el mero hecho de reconocer que se está considerando el indulto, es también un golpe al entramado legal y afectivo que garantiza la existencia de lo público. Especialmente si se trata de un delito político, como es el caso. Supone reconocer que había algo noble, bueno y bello en quienes se apropiaron ilegítimamente de las libertades políticas de sus representados para transformar el orden político -en sentido amplio- no sólo de sus representados, sino de todos los ciudadanos españoles. El triunfo del golpe habría supuesto la derrota de la ley y de la posibilidad misma de una convivencia ordenada entre ciudadanos.
La idea detrás del indulto, por el momento una idea considerada y considerable en manos del Gobierno, es distinta a la que hay detrás de la amnistía. En el caso del indulto no es que las convicciones fueran buenas, sino que la ausencia de conflicto es el mayor bien en una democracia. Pero el conflicto es la esencia misma de la democracia. Los ciudadanos se dan un orden político no para eliminar el conflicto, sino para conducirlo de acuerdo a leyes comunes. Indultar a quienes pretendieron pasar por encima de esas leyes comunes no supondría eliminar el conflicto, sino recompensar a quienes están dispuestos a cualquier cosa con tal de salir vencedores en el conflicto político.
Esto es lo que deberíamos tener presente durante la campaña del 14-F, que es una cuestión local pero no sólo, y un asunto electoral pero no sólo.
Estando de acuerdo en el fondo del argumento, me gustaría comentar algo la cuestión semántica.
Sí, es tentador unir los conceptos de preso con los de delito de ámbito político. Puede haber presos políticos en la misma medida que un violador es un preso sexual o un ladrón es un preso económico. Al fin y al cabo todos tienen algo en común: han forzado la voluntad de las víctimas de sus actos por medios ilegítimos.
Con la simple acepción de que los que han sido condenados por delitos de vocación política el resultado es que gente como Milosevic, Karadzic o los juzgados en Nuremberg son presos políticos. En coherencia de lenguaje sería así.
Sin embargo a nadie se le escapa que el concepto de presos políticos es mucho más concreto que lo que la semántica indica, y que se refiere a aquellos ciudadanos que se han enfrentado a poderes autoritarios y han quedado presos por pura represión.
Algo que no puede aplicarse a los procesistas, actores políticos con un poder determinado por leyes aceptadas, que quisieron zafarse de los límites de su poder ilegítimamente, y a los que un contrapoder (asimismo determinado por leyes convenidas) ha parado los pies. Que luego fueron juzgados con garantías por un tercer poder.
No, pese a la semántica, no son presos políticos en la definición aceptada comunmente.