Llegado el momento de su retirada profesional, cada cual podrá elegir cómo recordar a Gerard Piqué. Si como el juvenil que se sobraba entre los de su edad, el equilibrado pivote en Zaragoza, el central de la zancada peculiar y las coberturas mágicas o el incontinente irresponsable que arriesgó durante años la convivencia dentro del vestuario de la selección española a la que durante tantos años representó. Muchos dirán que lo último, por eso se dice que el fútbol va mucho más allá de lo que considera la brigada intelectual. Casos de su altura cínica se han conocido pocos en los últimos tiempos, aunque sus disculpas -siempre a posteriori de sus reiterados y alevosos errores- parecen bastar para conciliar su compromiso con España y la insólita idea de inseguridad acerca del respeto que profesa a su indisolubilidad. El apoyo reiterado a un referéndum ilegal vinculante a una declaración unilateral de independencia debería ser más que suficiente para poner en cuarentena su noción democrática pero, ¿también debería incluir esto su exclusión de los portales futbolísticos a los que aparentemente se entrega? Claro que al fútbol no se juega con banderas sino con un balón; peor parece la disposición, para nada metafórica, de Piqué -como otros catalanes- como muso de la contradicción. No es este un juego de patriotas, sino de caretas: y a quien, por sus razones interiores, sí crea en el conjunto de la legalidad y en el Estado de Derecho español, le puede rebasar y con razón la hipocresía olímpica de esta discordancia en carne viva. El titular máximo de su teatral cara a cara con los medios entre el 1-O y la concentración con España fue este: no puedo decir si soy independentista porque perdería la mitad de mis seguidores. Por si a alguien le quedaba alguna duda de cómo conjuran hoy algunos profesionales sus amenazas.
Durante la retransmisión del España 3-0 Albania que clasificó a los de Julen Lopetegui para Rusia 2018, los empleados de la televisión pública insistieron en que todo estaba bien pese a la evidencia sonora. «División de opiniones», explicaban cada vez que Alicante escupía viento contra el jugador que no cree en una España unida. La división de opiniones es un atajo para no sobresaltar a la audiencia con la verdad, porque Alicante la tomó con Piqué como algunos de sus compañeros (Saúl en una entrevista en El Mundo e Isco en el postpartido) se imaginaban que pasaría. Piqué, atormentado por esta reacción, incluso tuvo un error de bulto al final de la primera parte que por poco no cuesta un terror más concreto a De Gea. No es que la crítica y el castigo fueran nuevos, pues ya va para tres años, y esto pese a los esfuerzos de sus compañeros, muchos de ellos rivales a nivel de clubes, que a Piqué se le recibe de este modo en los partidos de la selección española a la que se debe más por despecho que por afecto: en Alicante, Piqué comprobó cómo su antes eficaz estrategia de poner la cara tras sus propias tormentas ha dejado de respetarse como opción valiente para estar ya entendida, de todas, una pose artificial. Como es bien sabido, la valentía es un valor muy apreciado al que sin embargo sólo cabe pleitesía si se advierte original y no fingida. En su momento, el tierno Vicente Del Bosque exculpaba a sus favoritos con una coletilla diabólica, la de los muchachos excelentes, que acabó pervirtiendo el ritmo de una de las naciones más potentes en lo futbolístico con la promesa de la cohesión flexible. Lopetegui, consciente de lo que se juega, no puede permitirse fricciones. Piqué, aquí sí, tiene derecho a decidir: a decidir si quedarse mal o irse peor. En este laberinto de impresiones y subjetividades está -y se encuentra- cada día más solo.