Cuando empecé a trabajar en periodismo (va a hacer quince años) no podía disimular el estrés que me provocaba vivir rodeado de coetáneos altivos que predicaban el soslayo. Por entonces emergía un fenómeno mediático, el del periodismo ciudadano (gente que enviaba a los medios fotos de incendios, accidentes, etcétera a cambio de una mención), que generaba no pocas reticencias entre quienes nos pretendíamos dedicar a ello, y por consiguiente, entre los mayores que nos veían incorporarnos ya pegados a un teléfono móvil. La resistencia al cambio no es nada nuevo ni excepcional. Los periodistas de raza renegaban de algo así: si no te dejarías operar por un cirujano ciudadano, no podrás nunca confiar en el material de un periodista ciudadano. O un ciudadano periodista, categoría que durante uno tiempo -ya superado- fue imbuida de un frufrú peyorativo.
Con los años, aquel embrión terminó rompiendo en un vergel de selfies, bailes, hashtags, agendas gelatinosas sin oficio y mentira tras mentira, show tras show, que sin duda es resultado de la irremediable espectacularización de la información, a su vez motivada por la urgencia de nuevos envoltorios que mantuvieran vivo el interés social en el periodismo -no así al revés- tras sufrir éste un importante revés con la anterior crisis económica, en la que volaron muchos medios y otros tuvieron que adaptarse drásticamente a lo que los pedantes de categoría llaman los nuevos tiempos. Siempre existirá una generación de adultos que no quieran oír de los nuevos tiempos porque estos representen, en grado último, su tenaz cercanía a la desaparición.
Conozco a Emilio Doménech (Nanisimo) desde hace los suficientes años (diez) como para alegrarme sinceramente y sin tapujos por su éxito cubriendo para La Sexta -pero sobre todo para sí mismo- las últimas elecciones en Estados Unidos. Emilio es periodista. Pero sobre todo, es comunicador. Tras cuatro años en Estados Unidos logró entender la necesidad informativa del ciudadano transatlántico, se empapó de cultura política nacional y trabajó con tesón un perfil determinado con una salida comercial razonablemente asegurada. Su salto a la fama (ha ganado la mitad de sus seguidores actuales en los cuatro días posteriores a la jornada electoral) representa el éxito de una idea -sea de parte o no-, así como de la ubicuidad y, por qué no, del talento adaptativo. Cualquiera que haya llegado de nuevas al Nanisimo de 2020 no reconocería al Nanisimo del tramo 2010-2012. En crecer está la clave.
Partidismos aparte -habrá otros momentos mejores para tratar la batalla cultural, la hegemonía de la izquierda saltimbanqui, la generosidad del ente y el partido único para con quienes saben posar en el lado correcto de la Historia-, el de Emilio es en mi opinión el caso que mejor podría definir qué tiempo vivimos y hacia dónde se dirigían todos los miedos que los periodistas mayores proyectaban en las generaciones bailarinas. El periodismo hoy es esto y quien no lo entienda tiene un problema. «Periodismo de sofá», han dicho para intentar restarle épica. No puedo robarles toda la razón: Emilio podría haber hecho desde Las Rozas, Villarrobledo o Alcoy lo mismo que ha hecho desde Nueva York. ¿Resta eso mérito a su trabajo y explosión? Rotundamente no.
La semana que se decretó el primer estado de alarma (mediados de marzo) firmé mi último reportaje en El Independiente tumbado en pijama en la cama. Lo hice tras colgar el teléfono con un par de fuentes que me dejaron en bandeja un texto sobre las menores tuteladas abusadas de Baleares, asunto de trasfondo tan atroz que es imposible marcar teléfonos sin atenerse a ásperos cruces. Ni que decir tiene que no me hizo falta pisar Palma para acercarme al tema, examinarlo, buscar testimonios, gestionar la información, ordenarla, pasar el filtro del editor y publicar. También aquello fue periodismo de sofá, y dudo mucho que me hubiera salido mucho mejor de haber pisado calle, como se reclama con insistencia que debería hacer un verdadero periodista.
Borja Terán publicó un artículo elogiando largamente la virtud de Emilio pero mucha gente se ha quedado con el último párrafo, en el que reclama el romanticismo del periodismo a pie de calle. Coincido con Borja en el fondo: el periodismo en nuestras cabezas es sobre todo trasiego, idas y vueltas, libreta y boli mejor que móvil, observación, olfato. La calle da una perspectiva sobre la realidad que poco o nada tiene que ver con lo que uno puede sospechar sentado en una silla escudriñando trending topics y telefoneando al tuntún. Y si Emilio vive en Nueva York, ¿cómo puede haber cubierto las elecciones sin salir de casa? Entiendo todo eso, y las reticencias que puede generar. Pero hay algo peor que el periodismo de sofá y es el activismo de sofá, que puede presentarse de muchas formas e irónicamente una de ellas es la forma del machaca trasnochado, al que los zoomers (niñatos) han bautizado como pollavieja, que ha renunciado a competir con el mundo actual.
Me reconozco un pollavieja en lo esencial: orden, dignidad, rigor y cinismo. Toneladas de cinismo. Tampoco tengo ahora los años que tenía por entonces. Empezaba el artículo hablando cuando empecé en periodismo, y volveré a esa época para recordar la de veces que tuve que escuchar, de los pollaviejas de entonces, lo perdidos y alucinados que estábamos los chavales que lo queríamos todo hecho y no sabíamos ni buscar un número. Quince años de periodismo en muchos sitios dan para incontables anécdotas, pero la mayoría de ellas tiene que ver con gente que suple innumerables complejos y deficiencias profesionales con prejuicios y serpenteos, algo que es intergeneracional. Si me dieran a elegir no sabría si quedarme con los zoomers que arrasan bailando mientras el mundo se desmorona o con los intensos de la nostalgia. Por eso yo quisiera quedarme para siempre en este lugar común, intermedio, bailando pero sin muchas ganas temas de mi época.