El egoperiodismo maltratado por las cifras y aislado por la publicidad se desnuda siempre que puede ajeno a su vergüenza. Cuando vienen mal dadas, que es a menudo bajo el extenso y firme paraguas de la crisis, se echa mano del componente social. Sólo entonces, cuando el periodista se ve acorralado en el cómodo ejercicio de su función exculpatoria, se reivindica a sí mismo redondeando la elipsis sospechosa de inicio, pues hace ya tiempo que el periodista escribe o trabaja para sí mismo, sea en pose crítica o diacrítica, es decir, en busca sólo del gozo estético o carnal. Por eso la prensa deportiva catalana ha tardado en digerir el golpe de Luis Enrique de no dejarles viajar con el equipo. Por eso reivindican su posición en base a argumentos forzados. Y por eso Ramón Besa equivoca el tiro en su último artículo en El País, titulado «La canallesca».
Besa, una pluma bien considerada del siempre amable entorno periodístico culé, ha reaccionado con un mes de retraso a la noticia y donde cabía aceptación ha incluido también algo de negación. En pasajes de su artículo, disemina su finalidad: «El club ya no necesita cronistas para convertir las derrotas en victorias». Perlado de nostalgia, evoca el fin del compadreo, en términos llanos. Un compadreo al que sólo en casos de reduccionismo muy injusto e innegablemente convenido cabría llamar periodismo: porque cuando conviertes una derrota en una victoria porque dentro está un amigo o porque lograron para tu sobrino la firma de un jugador en zona mixta –donde se montan a veces unos bazares vip que se cuentan entre los innumerables tabúes de la profesión-, flaco favor estás haciendo a eso que querríamos entender los periodistas por periodismo.
Cierto es que el paradigma ha cambiado: y que los periodistas autodenominados de raza que advertían temas gruesos por cercanía a fuentes relevantes van desapareciendo y dejando su lugar a documentalistas y fanáticos del BOE con mayor agudeza para los líos que para las intrascendencias de propaganda blanca. No menos cierto es que aquel modelo, el holgado, consorte y sí, servil, ha hecho todavía peor favor al periodismo que esa intransigencia silenciosa que durante los últimos años se ha denunciado. Ya pasó con José Mourinho: Roberto Palomar, quien lleva en esto más años que la puerta, explicó el odio irracional a su persona durante su estancia en Madrid en términos que admiten dudosa interpretación: «No supo entender el juego». Luego los radicales eran los otros. Porque, y esto es un mal endémico de verdad: siempre son los otros.
Si lo que os estáis preguntando a estas alturas es si al periodista le jode perder el privilegio de estar a diez metros de los jugadores y fardar, no perdáis un minuto más y corred a plantearos asuntos más complejos: estáis en lo cierto. Claro que jode. Sin embargo, cuando te conviertes en un periodista de club te conviertes en un cómplice. Jamás lo aceptas, pero mantener trato informal y hasta familiar con los de dentro convierte a esos de dentro en los tuyos. Simplemente dejas de ejercer. Conviertes las derrotas en victorias. Ayudas, ocultas, cambias significados. Escribes condicionado y borras más que publicas. Por si fuera poco, has de mantenerlo sin fisuras. Y a poco que sepas hilar dos palabras, asciendes a gurú. Pero ayudar a un colega a enterrar un cuerpo te compromete y te marca de por vida sin contraprestación, seas Ramón Besa o Roberto Gómez.
Lo siento, pero no. Esta vez no puedo estar de acuerdo. Uno de los principales males que ha envuelto al periodismo del último lustro tan aquejado de los inherentes al mercado ha sido esa falta de pulso frente a lo noticiable. El Barcelona es un equipo que ha dado muchas alegrías deportivas y que todavía está por dar unas cuentas, y nadie ha querido perderse esa ola. Menos aún, con diferentes suertes y estilos, sus seguidores apostados en los medios de comunicación. Una cosa es la equidistancia y otra la complacencia; una la prudencia y otra, venderse por una cerveza, una camiseta o un chivatazo. Lo constato porque precisamente de esas épocas de algodón sin cortapisa y de márquetin acodado, de esas risas y esos pitillos a escondidas, vienen estos lodos: la repulsión por la crítica o el comentario extraños. Casi diría que nos lo hemos ganado, aunque tiempo sobre para darle la vuelta –a ser posible, aparcando manejos- haciendo periodismo de verdad.