Supongo que ahora que se ha acabado el mundo que conocíamos podemos ejercer sin remordimientos el periodismo de periodistas en su más lúdica versión: la de periodistas en activo. Iker Jiménez, uno de los mejores comunicadores del país, hace tiempo que ha decidido ajustar cuentas con un rico glosario de insultos garcinianos («plusmarquistas de la idiocia», a mi juicio, es el mejor hasta la fecha) hacia quienes todavía hoy juegan a que en marzo no pasó nada. Claro que pasó. A este grupo no pertenecen sólo los periodistas negacionistas -un término que de manera ominosa ha dejado de identificar un delito para hacerlo únicamente con un disidente, pervirtiendo ad nauseam la libertad más básica de todas, que es la de pensamiento-, sino todos los altos cargos que los alimentaron desde el comienzo de la triste pandemia española.
Ridiculizado por todos los que no hicieron nada, Iker Jiménez se refugió en twitter para tratar la crisis como se supone cualquier periodista debería hacer: preguntándose cosas. Acudiendo a las fuentes. Contrastando con expertos. A estas alturas, experto es también una palabra dislocada: como para serlo sólo hay que cebar un sesgo, pareciera que cualquiera con media opinión sólida pudiera serlo. Ocurre que en España, a las puertas de una crisis económica galopante que hace una década hirió de muerte al periodismo, nadie ha querido perder la oportunidad de reír las gracias a los principales instigadores de la masacre. Mientras morían cientos de personas, un ministro despreciaba el turismo un día y humillaba a los católicos otro. Mientras las familias luchaban a brazo partido conciliando teletrabajo con la educación a horcajadas del futuro del país, un vicepresidente huía de su casa, saltándose la cuarentena, para no desacostumbrarse a los focos. Tres meses «limpiando culos y cambiando pañales» habían sido suficientes.
Mientras Iker Jiménez reunía, con mayor o menor asiduidad, a científicos de verdad, cargos hospitalarios y virólogos que explicaban en voz baja la catástrofe, los encargados de velar por España paladeaban sus verdades y seguían escapando a sus responsabilidades. Fueron 99 días encerrados. Mes y medio enjaulados con los niños, despidiendo a las familias a distancia, sintiendo cada ausencia, cada minuto en soledad, como un ladrillo colgando del cuello, mientras la ministra de trabajo explicaba los datos del paro con una sonrisa de oreja a oreja o el portavoz del segundo partido en el poder insultaba por decreto a cualquiera con el que no compartiera infecta ideología. Mientras decían luchar contra los bulos, difundieron que los indignados de Madrid salían a protestar con palos de golf. Eso, claro, a la vez que desprestigiaban las mascarillas más útiles del mercado -que no compraron a tiempo- o advertían que lo peor, en destrucción de empleo, ya había pasado cuando apenas llevábamos un mes atados entre cuatro paredes. Pecata minuta.
De la salvaje desatención que el gobierno ha orinado sobre sus responsabilidades y el conjunto de la ciudadanía se ha escrito mejor, largo y tendido, de lo que nunca se dirá aquí. Pero la batalla no es sólo política. El poder con el que muchos representantes ejercen su vocación en la agenda setting, y que por tanto alcanza a numerosísimos periodistas, es la verdadera clave de la atención mediática a la inenarrable -e imperdonable- actuación gubernamental. En ningún otro país mantendrían en su puesto al que dijo que España no tendría más de uno o dos casos. Ni al que llamó clickbait al coronavirus. Cualquier país habría enviado a otro sitio al que ejecutó órdenes corruptas de compra de material defectuoso mientras Zara y Decathlon vestían a unos enfermeros que, por cierto, sólo obtuvieron altavoz a través de su militancia. Por ejemplo, nadie mencionó cuando su sindicato advirtió que las provincias que salían de la desescalada estaban en peores condiciones sanitarias que la capital, perseguida de forma obscena por una inoportuna y bajísima razón de poder. Los sufrientes verdaderos de la pandemia saben, sabemos, que no van a pagar todo el dolor causado con un solo céntimo de su bolsillo. Pero hete aquí: el de los marcianitos y las conspiraciones no ha cejado en su empeño de buscar la verdad. Y con ello, indirectamente, de pintarles la cara a todos.
El periodismo de periodistas es algo muy divertido que por norma te aconsejan evitar cuando estás empezando en la profesión. Hay una frase que lo resume y que muchos periodistas, de indistintas generaciones, llevan a fuego en el bolsillo del pantalón: perro no come perro. Como siempre que una de las fuerzas tensora planea una primera jugada estratégica, en este caso sólo ha hecho falta que alguien pusiera en tela de juicio la acción del Gobierno para que esta máxima se deshiciera y cayera sobre el pueblo amordazado una lluvia de argumentos para echarse a la cara mientras los ataúdes iban llenando gigantescas morgues improvisadas. Peor que no entender es no querer entender. El consenso no algo que se exija, es algo que se gana. Cuando España salía a aplaudir, aplaudía a los que se partían la cara por mil euros con el Gobierno encargando bastoncillos a empresas lejanas sin dirección social, no al portavoz de tal o cual asociación que llevaba el discurso en la boca y la vergüenza en casa. En mitad de todo este galimatías ético, Iker Jiménez ha hecho periodismo. ¿Ha sido el único? No. Ha sido el más castigado, de manera desproporcionada, por quienes decían en abril que las mascarillas no hacían falta y que nos laváramos bien las manitas.
Sobre todo ese reguero de muertes y ruina, por encima de la mezquindad creciente y de esa desesperante desatención que los representantes de todos los españoles exhiben con tal entereza psicopática, está la obligación, si se quiere por defecto profesional, de al menos preguntarse qué está pasando. Y como resuelve Iker Jiménez, de desconfiar de la verdad y sus mensajeros. La última gran crisis condicionó el periodismo español, probablemente para siempre, y muchos aprendieron la valiosa lección de que más vale gastar lengua que valor. Que les aproveche.