Con la ambición de repuntar su carrera tras un año aciago, Nadal llegaba a Wimbledon 2015 en trayectoria ascendente y con las mejores expectativas para volver a ser el que siempre había sido. Sin embargo, el tenista balear caería en segunda ronda ante Dustin Brown, un desconocido alemán de origen jamaicano, con pintas estrambóticas y juego anárquico que lo acabó sacando de quicio. Brown jugaba de forma radicalmente distinta al resto: buscaba volear tras cada saque, acortaba los puntos con dejadas, se jugaba golpes imposibles o subía a la red de forma alocada, todo con tal de cortar el ritmo constantemente, impidiendo que Nadal se metiera en el partido y pudiera desarrollar su tenis con naturalidad. Una forma de jugar y un repertorio de golpes que sólo podían funcionar en hierba y una precisión inexplicable que fue alimentando su ego mientras minaba la autoestima de Nadal, cristalizaron en un partido imposible de olvidar. Rafa sabía a quién se enfrentaba, lo había estudiado, pero le costaba encontrar razones en lo que acababa de presenciar: «Creo que lo hice todo bien para preparar este torneo, pero esto es el deporte: momentos buenos y momentos malos». Con un poco más de descaro podía haber respondido, y seguro que se le pasó algo parecido por la cabeza, como la leyenda del ajedrez Aaron Nimzowich, tras caer derrotado contra pronóstico en una partida rápida en Berlín en 1918: «¿Cómo he podido perder contra este idiota?».
La llegada de Guardiola a la Premier hizo presagiar un abuso futbolístico inminente en una liga de fútbol primitivo, que en una década había pasado de ser la vanguardia táctica (Mourinho, Ferguson, Benítez, Wenger) a formar un conglomerado de equipos desordenados e inocentes cuyas limitaciones eran imposibles de esconder cada vez que salían a pasear por Europa. En los últimos tiempos ser campeón de Inglaterra había pasado por apagar ese fútbol frenético, físico e impulsivo con bloques muy serios defensivamente, que no necesitaban del balón para someter a los rivales y que cuando lo tenían apenas se desordenaban, porque individualidades, ataques simplificados y balón parado eran las armas para inclinar los partidos de resultado cerrado que planeaban Mourinho primero y Ranieri después.
En una jungla todo todos estudiaban cómo aprovecharse de las imprecisiones del rival, Guardiola vino para imponer la precisión
Como paradigma de lo que fue la Premier hasta el desembarco de los entrenadores europeos de primer orden quedará para siempre el cómo desnudó la competición José Mourinho en sus dos primeras campañas de su segunda etapa en el Chelsea: cómo mientras el resto alimentaba la marca Premier con partidos tan espectaculares como inconscientes, Mourinho jugaba al ajedrez, haciéndole un traje a medida a cada aspirante hasta convertirse en el hombre más determinante de la competición, por encima de cualquier jugador. La Premier era un lugar donde la imprecisión se aceptaba como divertida parte del juego, como consecuencia necesaria de ese estilo precipitado e irreflexivo que tenía las áreas como meca del juego, a las que había que llegar lo antes posible conduciendo o pateando. En una jungla donde todos estudiaban cómo aprovecharse de las imprecisiones del equipo rival como único camino para acercarse a la victoria, Guardiola vino para imponer la precisión.
Para hacerlo sólo tenía dinero, recurso que no le permitía hacerse con esos pocos jugadores –estaban en Madrid, Barcelona, PSG o Bayern, a quienes es prácticamente imposible quitarles una estrella– que poseen técnica y táctica individual como para ocupar una demarcación en el carril central de un equipo de Pep sin necesitar formación ni un periodo largo de adaptación. Sólo Silva tenía estas condiciones. Es decir, el resto de la plantilla y los fichajes que llegaran, por caros que fueran, iban a necesitar tiempo. Guardiola tenía que inculcar su idea a un grupo de jugadores que jamás había pensado ese fútbol, enseñar a ganar a un vestuario que no sabe lo que es una final de Champions, hacerlo en la liga más igualada de Europa, sin un jugador autosuficiente –Messi, Robben– que ganara partidos que no se merecían. Todo mientras el equipo interiorizaba conceptos que cualquier chaval de La Masía trae de serie, y hacerlo en un entorno que promueve unas expectativas exageradas porque atiende al dinero gastado en lugar de a la dureza en el proceso de aprendizaje.
Otamendi aprendía a sus 29 años a jugar a 50 metros de su portería y a vivir al filo en cada salida de balón, De Bruyne comenzaba a dar clases para comprender cómo ser el mejor en cada altura del carril central, Bravo entendía a los 34 que ser buen portero en Inglaterra pasa por ser un titán en los centros laterales, los delanteros asimilaban que Guardiola no fichaba un gran rematador de área porque su prioridad era que los puntas fueran una pieza más en la creación de ese torrente de ocasiones que Pep tenía en mente. Y mientras tanto Guardiola veía lo duro que es levantar un equipo que se parezca a él cuando tus jugadores no tienen un nivel individual medio muy superior al resto.
Siempre será más fácil hacer pasar por bueno a un jugador discreto en un entramado defensivo que hacerlo en uno ofensivo
No es lo mismo sincronizar movimientos sin balón que sincronizar movimientos con balón. Lo segundo atiende al arte de perfilarse bien, controlar orientándose hacia el lado que toca, decidir cuándo conducir, cuándo pasar o cuando regatear y hacerlo con la precisión exacta. Por eso siempre será más fácil hacer pasar por bueno a un jugador discreto en un entramado defensivo que hacerlo en uno ofensivo. Tan caro se paga cada error en ese estilo que el fútbol de Guardiola necesita acercarse a la perfección como estado natural para poder ser competitivo. De ahí que en la pasada temporada cada partido del Manchester City en Premier fuera un duelo contra Dustin Brown, un desquiciamiento constante para Guardiola, que tenía que aceptar que en esa fase del proceso los rivales sacaran tanto rédito a argumentos tan simples y previsibles. Porque una idea simple interiorizada por todo el colectivo siempre iba a tener más poder que una idea sofisticada con lagunas.
Un año después, el golpe de estado que ha dado Guardiola en el fútbol inglés, el cómo ha sometido a cada rival con el balón, el cómo les ha condicionado los planteamientos obligándoles a aceptar que el partido se jugase en el último tercio de campo porque no le podían quitar el balón, agranda su leyenda en la que es probablemente su obra más difícil y de más mérito. Porque por encima de todo lo ha hecho todo sin atajos que aceleraran el proceso. Su grandeza no descansará en su idea de fútbol, tan legítima como cualquier otra, sino en haber puesto precisamente esa idea que nadie utiliza en la élite máxima a una altura competitiva devastadora.