Destruir significantes y disfrazar palabras es un hobbie de estrenado calibre intelectual que de unos años a esta parte ha invadido las rutinas de quienes necesitan enfrentarse a la realidad con una serie de nuevos prejuicios de alquiler a los que dar rienda en lo que dura su intransigencia. No hay palabra en el idioma universal que esté fuera de este peligro que académicos y estudiosos no enfrentan con la valentía debida, mucho menos si en ello va, y es costumbre que así sea, algún componente de lugar ideológico que reivindique nuevas visiones del mundo al que cada cual despierta desde su pantallita. Porque, y esto es preciso marcarlo también, las revoluciones ahora son digitales. Son haikus en la arena, sinergias, lazos rosicleres de tirada horizontal, sin trasiego abrupto, inocentes, ciudadanas. La inocencia de los actores que han adaptado esta soez costumbre, siempre bajo demanda, de reinterpretar el idioma, arroja una sentida malversación de aquellas cosas tan sensibles que el pasado recuerda y el presente repudia desde la altura de la manida prudencia. Pasa, particularmente, con los extremos. Y con unos extremos concretos. Estos días se ha hablado mucho de nazis. Merkel, nazi. Su rival, nazi. Le Pen, nazi. Trump, nazi. La ley mordaza -cuya denominación original no conoce nadie-, nazi. Zozulya, nazi. Los bancos, nazis. Los millonarios, nazi. La que me quitó el novio en tercero, nazi. El vecino de abajo que lleva un coche mejor, nazi. La de la tele, nazi. Ese, nazi. Tú, tú y tú, nazis. Y aquí mi parapeto: la libertad de expresión. Las evidencias. Nunca estuvo tan barato ser tan evidente. El acusador consorte se escuda en derechos paranormales en un contexto tan atiborrado de liberticidas: los protege como si los hubiera ganado él, sangrando cuando lo más lejos que ha llegado es a teclear. Hasta la violencia machista ha quedado sugerentemente justificada bajo el sesgo ideológico, quién lo diría. Que pregunten en Murcia, si les dejan: la escalada de violencia de la extrema izquierdecha y el blindaje policial a la ciudad el fin de semana posterior a la cobarde agresión a una chica, diretes y artificio. Tanta exaltación de la hipérbole nacionalista y tan repugnante y nada casual elogio a su crítica nada pura no hacen sino edulcorar la hecatombe que se está tejiendo entre líneas. Va a pasar: llegará un día que los nazis se presenten y no sepamos distinguirlos de cualquiera. Porque un día alguien decidió que nazi podía ser cualquiera que se presentara al aquelarre sin sombrero y sin alguna estúpida jerga mediatizada. Y le compraron el crecepelo. Los nazis están ahí. Bastante tienen con lo suyo como para además atribuirles esta idiota universalidad. Un día, Pedro gritará “¡nazi!”, y sólo cuando sea demasiado tarde los apóstatas creerán, entre bostezos, que Pedro quizá tenga razón esa vez y no esté delirando, como siempre, frente a demasiadas pestañas del navegador abiertas.