De entre las innumerables obscenidades, morales, estéticas y puramente de gestión, que se está protagonizando en nombre del Gobierno de España antes y durante la desoladora crisis sanitaria, existe una que se revelará, con el tiempo, definitiva. Es, además, la que menor incidencia directa del Ejecutivo requiere, pues la sola ilusión de poder basta para ejercer sobre los aludidos una nada misteriosa fuerza de atracción. Me refiero, claro, a la dominación no explícita del mensaje, de la que los medios de comunicación afines -y otros que se incorporarán con el tiempo, matizando lo que necesiten- participan activamente aun con miles de muertos -seguro que muchos evitables- sobre los hombros. Pasa que en las espaldas socialistas untan como un sebo por el que resbalan todas las responsabilidades y competencias sobre los desaparecidos. Ese sebo es el que recogen con la lengua periodistas y editores que durante la crisis han advertido de la necesidad de una prensa libre.
En prácticamente todas las comparecencias de ministros y portavoces desde que se desató la crisis (no inmediatamente después del 8M, como se ha dicho e intentado demostrar incluso creando periodistas falsos, sino desde días antes) se ha mencionado la palabra bulo, ya perfectamente incorporado al vocabulario del ciudadano. Un bulo no es algo que parece falso (atentos a los verificadores y su empeño por dar pistas sobre lo que parece y lo que no parece falso); un bulo es algo que es falso. Y que sólo puede contrastar alguien en posesión de una verdad absoluta, sea o no periodista. Ya hemos acordado que la objetividad no existe y que su reclamo en la era de la pluralidad es funcionarial: pero sobre la objetividad debería prevalecer la honestidad. Un periodista que se equivoca y rectifica es honesto. Un periodista que se equivoca adrede, es descubierto y en lugar de rectificar alude a las verdades alternativas, el discurso del odio y las cloacas no es solamente deshonesto, sino también peligroso. Y a su vez, un salvoconducto para el principal pero nada intrigante negocio de la posverdad, que es esa manera de arrogarse oficialidad por el principio de autoridad sin que la prensa crítica o independiente, si es que existe tal cosa, pueda ni deba interceder.
De todos modos, la guerra de esta prensa es otra: perseverar en el oficio de periodista. Un Gobierno que filtra información para usarla de globo sonda, o que selecciona las preguntas que llegan por whatsapp a ruedas de prensa a las que no pueden acudir, es un Gobierno que está poniendo negro sobre blanco la cuestión simbiótica entre el poder y su fundamental fuente: la prensa amiga. Más aún, por irónico que resulte, en la era en que se nos advierte de los peligros de las fuentes no oficiales. En realidad esta advertencia, ya generalizada, solidifica la principal trampa de los gobiernos empleados en dirigir un discurso monolítico: si la única fuente es la oficial, no es necesario responder de todo lo demás. Y si lo están haciendo, si están dando explicaciones estos días, es porque en un gobierno de personas con trayectoria, cuajo institucional y experiencia privada no siempre ajustada a las responsabilidades adquiridas, las torpezas y distracciones están resultando continuas y evidentes. Mal que le pese a sus aduladores, que serán quienes hereden la tierra (y con ella, el recuerdo de las miles de familias destrozadas por la negligencia, irresponsabilidad e inacción del Ejecutivo).
Le han puesto nombre a la disidencia, en honor a un personaje de una serie de dibujos animados (Capitán Retrospectiva, del inglés hindsight, “a posteriori” para ellos), como burla a quienes quieren, en ejercicio puro de sus funciones de control y fiscalización al poder, esperan explicaciones ante juramento de un drama sin precedentes en nuestra era e incomparable a cualquiera de las tragedias recientes en las que se movía el debate político. Es una forma, tan burda como cualquiera pero especialmente efectiva y motivada -incluso se ha utilizado ya en el Congreso- de contener la responsabilidad fuera de lo que sería un discurso adulto, riguroso y sincero.
Como ocurre con la alusión a las fuentes oficiales para combatir los bulos, la displicente y desubicada reacción sobre los que piden explicaciones no hace sino poner de manifiesto cómo es de importante para este Gobierno, en este momento, disponer de buenos amigos que les ayuden a pasar el trago. Pese a Dolores Delgado y pese a Pedro Sánchez sugiriendo semanas antes que la Fiscalía la diseña el Gobierno, pediremos cabezas y no sé si podrán encontrar un protagonista animado al que comparar a todas esas familias heridas para ridiculizar su dolor. Por cierto: Fernando Simón ha dicho muchas cosas pero ninguna como cuando consolidó la seguridad del disparate del 8M en mitad de una pandemia internacional declarada, asegurando que dejaría ir a su hijo si se lo pedía. Debería ser el primero en caer, o en irse, si nunca va a poder contar por qué dijo lo que dijo y por qué sigue ahí pese a que es evidente que habla por otros.