Algo muy feo que mucha gente llamaba a Vicente Del Bosque durante su época como entrenador del Real Madrid fue ‘alineador’, término despectivo con el que se le despojaba de toda responsabilidad sobre los éxitos y se alimentaba la leyenda de que los buenos se entrenan solos. Por suerte para él, aquel Real Madrid que levantó dos Champions bajo su mando se derrumbó en los años posteriores a su salida, que acabaron provocando la dimisión del presidente Florentino Pérez en su primera etapa al frente del club. El madridismo aprendió más de aquellos grandilocuentes años que de las trabajadas victorias posteriores ante los considerados mejores de la historia. Pero Del Bosque nunca más se desquitaría del apelativo, que también le ha perseguido en sus momentos más complicados al frente de la selección española.
Puede que Del Bosque no sea como tal un alineador, pero sí es una persona muy reticente a los cambios, a tocar lo que cree que funciona, a experimentar. Eso ha quedado, parece, bastante claro, en los tres batacazos sucesivos de España en sus últimos tres torneos. Dirigir una selección que defiende conquistas y esté tenida por referente implica una responsabilidad de regeneracionismo y ambición que va más allá de lo moral; una cintura, en otras palabras, que a Del Bosque le ha crujido siempre que ha tocado decidir sobre lo más sensible. Cuando ha tenido en su mano impulsar nombres, darles espacio y cariño y despedir en todo lo alto a quienes fueron grandes, ha hecho justo lo contrario: crear una cápsula de intocables, de buenos chicos, un núcleo de supervivientes colecconistas de errores y apartar y desmoralizar a jugadores jóvenes que en sus equipos y en las propias categorías inferiores de la selección demuestran a menudo lo capacitados que están para liderar esto que ahora da repelús llamar el cambio.
Ya en la Confederaciones 2013 se percibió algo de este inmovilismo fatal para los grupos en tensión. El contexto –en 2012 se había ganado la Eurocopa y al año siguiente había Mundial- invitaba a pulsar variantes. Pero Del Bosque mantuvo el bloque ganador del año anterior y apenas introdujo dos novedades (Soldado y Monreal) cuya participación durante el torneo se redujo a 150 y 90 minutos respectivamente de un total de 480 disputados. La muy desequilibrada fase de grupos, en la que se midió a Uruguay (2-1), Tahití (10-0) y Nigeria (0-3) resultó ser un espejismo: en semifinales Italia apretó (0-0) hasta la prórroga y tuvo que ser de nuevo en los penaltis donde España diera el siguiente pase. El fútbol preparó para la final el partido soñado desde hacía años ante Brasil, una selección en construcción entrenada por Scolari –siempre discutido- que dominó de principio a fin, desnudando con un Neymar afiladísimo algunas de las necesidades básicas de toda selección aspirante: mayor disciplina defensiva y sobre todo la necesidad de auxilio desde el banquillo que Del Bosque redujo en sus primeros años a Jesús Navas y Fernando Llorente. Un plan alternativo apoyado en el fútbol de área, sin mayores matices.
Cualquiera habría dicho, tras el descalabro –porque lo fue- ante un rival línea por línea inferior en técnica y consideración que Del Bosque reaccionaría de cara al siguiente Mundial. Tuvo todo un año para cambiar fichas, buscar ese proyecto alternativo en la derrota y los partidos que se ponían cuesta arriba, pero prefirió mantener literalmente el grupo y volvió a Brasil prácticamente con los mismos a excepción de Diego Costa, Juanfran, Koke y De Gea. Los dos últimos no tuvieron oportunidades en un torneo que duró a España tres partidos y de sobra es conocido el choque que Costa, a quien se nacionalizó a la contra con una energía administrativa que por poco no deriva en conflicto diplomático con Brasil, protagonizó con el estilo que el propio Del Bosque quería mantener al frente del equipo. Su España nunca había jugado con un nueve de esas características: y lo peor, no estaba preparada para hacerlo. Por lejano en el tiempo que pueda parecer, es preciso recordar que en Brasil 2014 estuvieron del lado español futbolistas como Albiol, Xavi, Fernando Torres, Xabi Alonso, Mata, Cazorla o Reina: todos residuos de una época pasada a la que no se despidió como se merecían. Como prueba, las lágrimas de David Villa al ser sustituido al rato de comenzar la segunda parte ante Australia en el que era su último encuentro como internacional. A los problemas disciplinarios protagonizados por jugadores como Cesc y Jordi Alba –que llegó a amenazar a un periodista- se les sumó el desconcierto de ver mudo, manco y quieto al coordinador de la reacción, prudente y reservado justo cuando tocaba tomar las decisiones más relevantes.
Algunas de esas decisiones se tomaron durante los dos años que sucedieron al segundo revés brasileño, en el que se cosechó el peor resultado en un Mundial con la España más mayor en un gran torneo. La mayoría de jugadores dieron obligados un paso a un lado, y justo cuando parecía que sí, que por fin llegaba la luz al tugurio figurado de la irrelevancia, Del Bosque decidía prescindir de dos finalistas de Champions –Saúl e Isco- para la Eurocopa de Francia. Como si le sobrara gente con ganas. El petardazo de Pedro en mitad del torneo, reclamando más minutos y apartándose del grupo –algo impensable en cualquier otra selección, en cualquier otro torneo- dejó claro que de la vieja guardia de Del Bosque alguno sigue atendiendo las llamadas de la selección por cortesía. Futbolistas como el propio Pedro o Cesc Fábregas, quien se encarara dos años atrás con el entrenador, demostraron en momentos de flaqueza tener una visión muy particular –y desacertada- de lo que es una selección de fútbol.
Pero todavía más destacado que el hastío que se desprende de cierto núcleo en el equipo es el hecho de que los retoques más visibles del seleccionador –De Gea por Casillas– fueran tan mínimamente explicados desde lo futbolístico por el propio Del Bosque, a quien le ha faltado llorar en alguna ocasión lamentando tener que sentar a Iker. Ni Lucas, ni Thiago ni Bellerín, nombres nuevos de verdad, han entrado a la hora de la verdad en los planes mudables del entrenador. El repaso táctico de Conte, con la Italia más justa que se recuerda, pone otra vez de relieve la necesidad imperiosa de romper con todo lo conocido y volver. Esto empieza por el banquillo, que ya ha pifiado tres intentos, pero también es responsabilidad del staff. De alguien que coja el teléfono y perciba compromiso o ilusión al otro lado cuando le atienden. De un mando intermedio más cercano al futbolista, sin miedo a columnas y editoriales. Cuando España se limpie ese divismo tendrá la oportunidad de volver a reinar. Mientras tanto, será predecible, aburrida y lo peor: irrespetuosa para consigo misma.
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