Noche de magos

reyes magos flickr

Cuando cimbrea la suspensión de la incredulidad del niño, emite unas vibraciones densas que son especialmente delicadas en Navidad, que es sobre todo una celebración de la familia. En invierno se estrechan los márgenes de la razón y lo que ocurre alrededor se vincula a la magia. En ese equilibrio se desarrolla un hábito, el de la regresión en vida, que persigue al adulto hasta el final de sus días independientemente de que le tomen el relevo a tiempo de que pueda disfrutarlo. Se persigue, durante las vacaciones, que el niño crea. Ese sofoco interno deja secuelas, primero por el choque contra la nostalgia propia. El enfrentamiento en crudo al mundo real es una advertencia temprana sobre lo indeseable; por eso nos esforzamos en aplazarlo. Invertimos años en trenzar una historia, un relato cada vez más difícil y exigente. Pasamos pruebas contra nuestra propia paciencia que nos pagan con creces con esos ojos desorbitados, las mandíbulas laxas, la sorpresa y la entrega a lo desconocido. Con razón el miedo infantil es atávico, y rodea con éxito hasta marearlo la genuina idea de autopreservación. A medida que nos despojamos de creencias le perdemos el miedo a lo irracional y en consecuencia, vamos desparasitando lo valioso que nos engrandece. Así, hasta que en la hiperbólica sociedad sensacionalista que nos construyen las obligaciones, empezamos a menudear con prioridades. El niño, en cambio, es resultadista. Si los Reyes Magos caben o no por la ventana es un debate para otro tiempo siempre y cuando los regalos estén ahí al amanecer. Ya habrá tiempo de tirar líneas y echar cuentas. Si hay dos hemisferios, todo es posible. La propia enormidad del universo y la moderada imbecilidad del hombre en su estudio otorga suficientes herramientas a los padres para valerse por sí mismos ante el papel. Con el tiempo, aparece la duda. La duda es el motor primero del progreso. Alguien debería transmitir a los niños que el derecho a preguntar es una bendición que irán perdiendo también con el paso del tiempo, como probablemente la inocencia. A los adultos sólo se nos permiten preguntas con respuesta. No desafiamos nada ni a nadie. Y cuando desconfiamos, nos arrinconan. La magia existe porque somos capaces de contenerla, por eso la sutil paradoja de la auto-sugestión ante lo paranormal que el psicoanálisis también intentó parcelar. Ante lo desconocido, oscuro y fantástico del mundo que se abre ante ellos, los niños disimulan cierto desprecio por las formas. Es una etapa maravillosa. Sobre todo, porque a sabiendas de los trucos y los contubernios, del frustrante enfrentamiento a la obviedad, siempre prevalece una evidencia autoritaria, una cuestión de confianza. Los niños reponen con cierta facilidad el paso quebradizo de la fe que en los mayores ya se ha automatizado sin remedio. Pero queda algo inmenso tras ese artificio de narrativas inseguras y zozobrantes, entre figurantes, actores y prótesis; la seguridad de que, evitando lo asombroso, pocos amargores deslucen lo más importante de la vida: que a uno siempre lo puedan seguir llamando «papá».

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