El último ‘Salvados’ de Jordi Évole fue un programa especial, tan especial que la propia cadena quiso rebautizarlo como película en sus promociones. A la paleta de estilos de ‘Astral’ concurrieron el color del documental y el gris tenaz de la denuncia social que en su día el propio Évole abanderó permitiéndose frivolizar y manipular bajo el mando nada disimulado de su cadena. Tocó techo en 2013 con el programa sobre el accidente del metro de Valencia, fue premiado nada menos que por la Asociación de la Prensa de Madrid y luego descendió a los infiernos pateando su credibilidad con un desagradable y tristemente célebre mock documentary del 23-F. Todo con meses de diferencia. La cadena siempre tuvo este espacio entre sus prioridades y la versatilidad interpretativa y periodística de Évole han encajado casi siempre bien dentro del canon de esta televisión de pronto enchufada al drama social y catalizadora de los quiebros que en la sociedad española dejaron los años de perspicaz bonanza. Recauchutado con el histrionismo necesario de los contenidos dirigidos al estómago, su broma recurrente dejó paso en ‘Astral’ a la observación silenciosa de un drama real y funcionó, también en audiencia, superando incluso a uno de los cocos de la cultura española: Gran Hermano.
Ambos recursos se citan a ciegas en otro plano temporal. Porque si Évole puede presumir de algo, siempre de la mano de La Sexta con todo lo que esto significa, es de haber creado afición. Afición al drama, a veces exagerado. Afición también abonada por ese proselitismo sectario y que tan bien queda ante las cámaras, del que presenta la única verdad: los fans originales de Salvados acudieron con horror a ‘Astral’ revelándose a sí mismos los dolores del mundo que sigue a nuestro confort. Poco o nada que imputar al anónimo en este escenario, pues cada cual digiere su desesperanza con las herramientas que mejor sabe utilizar: pero, como siempre, líderes y lideresas con intenciones pixeladas reaparecieron para censurar a los que prefirieron la picadora de carne habitual de Telecinco o la artificial nostalgia enlatada de TVE. Por suerte no hubo mucha gente enganchada al espacio febril de Iker Jiménez y los padres agobiados porque sus hijos hacen que estudian demasiado: pero todos a la vez fueron de pronto el enemigo usual, porque Europa volvía a dar la espalda a la realidad de un mundo triste y negro del que participamos, entre otras cosas, con nuestra indiferencia. O eso dicen.
Pero lo cierto es que esto no es cierto. No pasa nada por no ver Salvados, por no haberlo visto nunca e incluso por aborrecerlo. No es casualidad que el programa menos reprochable de la productora sea precisamente en el que menos demagogia insípida -al menos clamorosa- se haya inyectado, algo en lo que tiene bastante que ver el paso a un lado del propio Évole. La sobreactuación del personaje justiciero ya puso en entredicho su valor real: se entiende por valor real aquel que consideramos fuera del abrigo ideológico de quien abona las facturas. Algo extraño pero para nada único: desde luego, para tomar conciencia de los horrores del Mediterráneo, de la África negra o del Raval, no hace especial falta un trabajo de feroz promoción con sello y distintivo que haya que preferir a cualquier otro tipo de contenido frívolo. Incluso haríamos bien en preguntarnos cuánto hay de impostura en los contraindignados de salón, por qué esperaron tantos a Évole y no felicitaron por ejemplo los trabajos de rescate españoles que recurrentemente tienen lugar en ese infierno. Quizá por las banderas. Volvió a funcionarle el foco a la parte sensible del espectador, que es la menos racional. La que, en condiciones normales, preferiría Telecinco, y a la que tantas veces recurre el periodismo de La Sexta en busca de audiencia que además se perciba intelectualmente por encima de la media. Otro negocio cojonudo, el de manufacturar pedorros.