No nos perdemos nada

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Una vez digerida la eliminación de Italia a cargo de Suecia en el playoff por uno de los últimos puestos en el Mundial 2018, ya podemos atrevernos a admitir, sin que se nos caiga la cara de miedo, que la ausencia de la azzurra en Rusia será, en el mejor de los casos, un mal tan menor que casi alivia. El público mundial organizaba esta escalada trágica ya tras el 1-0 de la ida, apoyada en la incertidumbre y la indefinición por la que se explicaba el fútbol -o la ausencia total del mismo- del equipo de Giampiero Ventura durante la fase de clasificación, y que ha dado al traste finalmente, y de manera coherente y esperada, con su participación en el evento. La aberración competitiva posterior en San Siro, con un 0-0 de leyenda frente a los gigantes fríos -y algunos, bien recortados para la práctica de este deporte-, confirmó la mansedumbre y la consecuente y notoria incapacidad. En otras palabras: con la baja de Italia de la cita en Rusia no pierde nadie más que los italianos. Y con italianos casi me refiero más a los propios aficionados que a las víctimas. Hasta me atrevería a sospechar que incluso los periodistas lamentarán, a medio plazo, desligarse del nutritivo calado social de la gesta por encima de lo que cualquiera de sus jugadores, con la mente en el hoy, puedan permitirse. Salvo Gianluigi Buffon, que se va y probablemente no se merecía hacerlo así, el resto aún tiene opciones de recuperarse y lo más probable es que luchen más por ello que por flagelarse, pese a todo.

Lo de Buffon afila doble peligro porque además de un enorme portero, un gran competidor y todo un aparente señor de este deporte, es además el último vestigio de una generación italiana portentosa. Campeón del mundo en 2006, rival a temer y batalla digna, hizo tragar al público, a través de sus espesas lágrimas postpartido en directo, con ese derrumbe en prime time, que efectivamente la larga marcha de Italia era algo que cabía sentir. Nada más copioso que una lágrima sincera a tiempo ni tampoco nada más lejos del reiterado romanticismo nostálgico de este deporte -por cierto, un negocio al alza-. Buffon fue el primero en asumir la autocrítica, barruntando cómo caería la eliminación en un país donde el periodismo deportivo suele ser inclemente. Horas después caería el seleccionador Ventura, quiero creer que abrumado y hundido, aunque con los profesionales del balón nunca se sabe dónde empieza la persona y dónde el currículo. La sensación para el extranjero es que Ventura nunca tuvo un plan más allá del plan original, que era el juego en largo de Bonucci, y el plan alternativo, que era apelar a la mística de un equipo históricamente asociado al talento rebelde y a la consecuente arbitrariedad de su gen. Esto me lo recordó De Rossi, otro bastión de la última década, negándose a calentar para entrar en un partido que pedía electricidad. Tetracampeones del mundo, la última vez anteayer: subtítulo suficiente como para, al menos, imaginar que Rusia 2018 no será igual sin ellos.

No se ha planteado a fondo si la diferenciación acerca del nivel general del Mundial compilará más lamentos que excusas. Tampoco parece que haya quedado un campeonato demasiado complicado de administrar en lo pasional pese a que otras selecciones como la infausta Países Bajos -que sólo con el tercer puesto en Brasil 2014 disimuló una racha de siete años, desde Johannesburgo, de inasumible mediocridad- o Chile, bicampeona reciente de América ante la Argentina de Leo Messi, tampoco vayan a brillar. Ocurrió similar en la pasada Eurocopa -primera con 24 selecciones-, que hay quien tiene preparada ya más la compasión por los caídos que el respeto meritorio por los clasificados. Historias como las de Islandia –otra vez– o Panamá, ambas primerizas, o el regreso de algunas que sí evocan los tiempos de las pesetas tipo Egipto o Perú, exigen más que las de los caídos que, al final, se quedan fuera por razones puramente futbolísticas. Esto significa, ni más ni menos, que no ameritaron estar donde les esperaba todo el mundo, lo que a fin de cuentas puede servir de escarmiento para los ingenuos -que siempre pierden estas batallas, dicho sea de paso-. Si el formato actual penaliza o no a las grandes lo debatiremos el día en que Suecia no sea rival para Italia o que Estados Unidos, por decir otra, confirme la sempiterna letanía de su superioridad y el malacostumbrado poemario de su soccer universitario. Hasta entonces, el juez seguirá siendo, contra el marketing, el más intolerante de todos los actores: el resultado. Hasta Italia, a quien le pesa una leyenda negra resultadista con astericos, le ha perdido el respeto.

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